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María Lourdes Rojas Gutierrez
A mí me gustaba el invierno, me encantaba llenarme de capas de ropa, en las cuales encontraba comodidad, hasta que entendí que era sólo un reflejo de mi interior, que de igual manera le gustaba abrigarse el alma con capas y capas de armadura sólida. Y el invierno era tan apropiado… pues mantenía congelada una parte de mí que no quería sentir.
Ya para ese entonces era tarde, lo había conocido, me había dejado palabras y se había robado tres primaveras.
Cuando el invierno decidió prestarse un cuerpo, esa historia podría resumirse en lo que aprendí, que posiblemente sea algo obvio, pero uno no aprende hasta que sangran tres veces las heridas y lo vives en tu propia piel. En esta historia hay dos tipos de personas.
Las primeras se alejan o se van justo al anochecer. Sin hacer mucho ruido, antes de que puedan desaparecer, te dejan el alma herida como sello del ego que los caracteriza; una marca propia de ellos es también dejar en el pecho un nudo y un vacío que carcome. Esas personas no sienten. Solo, te ven durmiendo en la cama vacía y fría en posición fetal, deseando volver al útero donde te sentías protegida y nadie te hacía daño.
Esas te dejan sin fuerzas para volver a construir barreras que derribaste para que entren a cobijarse, te sientes desprotegida porque ya no hay capas que ayuden a filtrar el dolor, ya nada de armaduras de hielo ni de acero.
Pero también está el otro tipo de personas.
Esas llegan cuando ya nadie quiere sentir, cuando nadie quiere compañía real y todo es hipocresía, cuando tienes el café enfriándose pero igual te preguntan si pueden sentarse a tu lado, justo ahí te das cuenta, mirando sus ojos libres de cobardía,que es de esas personas que te hacen sentir. Ya no deseas ser feliz, eres feliz.
De pronto, no importa si el frío se burla de tus huesos o el sol te abraza. Él te dice que beses, que ames, que llores, que rías, que el invierno a veces dura sólo 90 días; pero no sabes cuándo se te va a acabar la vida.