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Abre la puerta. Contempla la montaña, cierra luego los ojos. Imagina su cuerpo sumergido siendo arrastrado por una suave corriente, derivando, entregado a flotar. No sabe, en la resaca del medio día, para qué se paró y caminó por el pasillo con una determinación fulminante un segundo después olvidada.
“Prestame el librito negro que me has dicho, el de las historias de terror… puta, ya no voy a chupar, boludo, la anterior semana me ha dau pesadillas”. “¿Qué soñabas?”, “Que el Diablo me llamaba al celular y me reñía con su voz tenebrosa: “¡Crees que es no más de tener sexo y no volver nunca a llamar?”.
En la mañana suena la radio y en la tarde la tele. La casa, igual que todas las del barrio tuvo primero rejas blancas, luego negras o rojas, donde ahora hay un muro. Susurra despacito en el viento, se entornilla al cielo en espiral ascendente la tarde de un calmo febrero. Un gallo desubicado se desgañita de aurora a las tres de la tarde. ¿Por qué cantan en Tarija los gallos en la tarde? Porque se solidarizan con el sopor y desperezo general del final de la siesta: el deporte regional.
“Al abuelo también lo perseguía el diablo, el Pillín entraba corriendo y lo despertaba poniéndole las patas sobre el pecho”. “Qué será que no hay… así es a veces, desaparece unas semanas, hacen redadas, entran en Cánada Dry”. “Lo llamemos al Descuidador de Méndez, él consigue al tiro”. “Claro… nunca con el esplendor de aquellos años”.
Finalizado el número del gallo comienza el del perro. Las nubes descienden a la orilla del cielo, angostando, concavando la tarde. La siesta acaba finalmente por razones de fuerza mayor: el hambre, a las 17:30. Sale al balcón. Una exacta hora después retruenan las campanas de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Pisa las calaminas, intuye las posibilidades, escucha su propia voz: “Ya volvió tu Cuasimodo, Juan XXIII”.