Restaurantes, comercios, instituciones educativas y calles en general, no brindan las condiciones para incluir a las personas con discapacidad.
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Mercedes Bluske y Jesús Vargas Villena
(Verdadcontinta-julio/2018) La ciudad siempre es la misma, lo que cambia es la forma en la que la miran y viven las diferentes personas.
Cada quien, desde su ángulo y realidad, vive la ciudad en primera persona a través de sus ventajas y sus impedimentos.
Quienes caminan por la ciudad la perciben de una forma totalmente diferente de aquellos que la transitan en bicicleta o de quienes la recorren en automóvil o en transporte público.
Sin embargo, un pequeño grupo que se desplaza en silla de ruedas como principal medio de movilidad, mirando los edificios en plano contrapicado, la aprecian de una sola manera: como un laberinto de limitaciones.
Raquel Perales Copa, una estudiante de la Carrera de Arquitectura de la Universidad Católica San Pablo, cuenta su historia y cómo es su día a día desde su silla de ruedas.
“A los 10 años quedé sin caminar”, dice mientras cierra su chaleco para protegerse del intenso frío, recordando el accidente de flota que cambió su vida y la de su familia para siempre.
“Volvía de Santa Cruz con mi mamá y mi hermana”-continúa- “me golpeé tan fuerte que me tuvieron que poner una plaqueta en la columna”, cuenta sobre las consecuencias del accidente.
Aquel infortunado momento, la vida que hasta entonces ella y su familia conocían cambió por completo.
Raquel confiesa que rápidamente comprendió que no iba a poder caminar, pero reconoce que fue difícil asumirlo y acostumbrarse a su nueva vida; en su familia nunca hubo alguien con discapacidad, por lo que no sabían cómo proceder en muchos aspectos.
Y aunque en su casa rápidamente encontraron solución a sus problemas de movilidad, fuera de esas cuatro paredes, en la jungla de la ciudad, encontraron grandes barreras.
“Las gradas”, dice sin necesidad de pensarlo, respecto a cuál es el principal impedimento para que pueda desplazarse de forma independiente.
Raquel reconoce que gracias a que ensancharon las aceras del centro de la ciudad, ahora le es más fácil moverse por esa zona cuando no está acompañada, pues en otras partes, como la calle Domingo Paz, o la Daniel Campos, le es imposible desplazarse, porque el comercio invade las vías, pese a que son anchas.
“Escuché a personas renegando por las aceras anchas y calles angostas. Yo antes era de esas, pero ahora agradezco que lo hayan hecho, porque puedo subir y bajar sola en esos lugares”, dice al respecto la joven.
Sin embargo, la situación cambia drásticamente en los alrededores de la ciudad, donde no solo las aceras son angostas, sino que están llenas de desniveles y huecos, por lo que Raquel asegura que para asistir a esos lugares, debe estar acompañada.
Tomar un café con amigas o salir a cenar a un restaurante, no son actividades frecuentes ni que se den de forma espontánea, pues la joven resalta que la mayoría de los restaurantes no son inclusivos con las personas con discapacidad, por lo que debe planear sus salidas con antelación, para que la ayuden.
“Las mesas están muy pegadas, tienen gradas o los baños son pequeños”, agrega.
El transporte público es el factor de la ciudad que más evidencia la falta de inclusión, pues es imposible que alguien en silla de ruedas pueda ingresar, por más que tenga ayuda. “Desde que tuve el accidente no volví a subir a un micro”, dice a modo de ejemplo.
Por otro lado, pese a que diferentes instituciones ponen rampas, la joven resalta que gran parte de ellas no sirven, porque no cumplen los parámetros.
“Hay rampas que son tan chiquitas, que me dan ganas de prestarles mi silla de ruedas y decirles: ‘ponte en mi lugar, es difícil’”.
La universidad, en este sentido, fue un apoyo para ella, pues le brindaron todas las facilidades para que pudiera estudiar. También encontró apoyo en su equipo de básquet de silla de ruedas, con el que entrena los sábados en el coliseo San Bernardo.
“Conocer a esas personas me ayudó mucho”, explica, pues estar con personas que están en su misma situación y que ya superaron los prejuicios, es motivante.
“No me gusta que me tengan lástima”, dice respecto a la reacción de las personas que la ven por primera vez. “Eso no debería pasar, en vez de sentir pena por vos, te deberían animar, porque yo no tengo pena de mi misma”, concluye.
En la misma casa de estudios la historia de la estudiante se entrelaza con la de Cristian Rodrigo Michel Ibáñez, un joven de 24 años que cursa el tercer semestre de la Carrera de Derecho, y que también vive la ciudad desde su silla de ruedas.
El caso de Rodrigo es diferente, pues él nació con los músculos y nervios poco desarrollados a raíz de su prematuridad, esto le impide tener fuerza en brazos y piernas para moverse por cuenta propia.
“En mi casa logro caminar con ayuda de un burrito, pero me canso rápido, lo hago más como fisioterapia”, cuenta el muchacho respecto a su capacidad de desplazamiento.
El resto del día Cristian utiliza su silla de ruedas como principal medio de transporte, y debe disponer de alguien que lo ayude, pues la falta de condiciones en las aceras y en la ciudad en sí, hace que la fuerza de sus brazos no sea suficiente para andar en medio de desniveles y baches. Para la ocasión va acompañado por su simpática novia.
“Cuando era niño las cosas eran peor, no habían ni rampas”- continúa- “incluso tuve que dejar el colegio dos años, porque las clases eran en el segundo piso, y la directora no quiso que mi curso se cambie a planta baja”.
Pese a los impedimentos, la lucha constante de su madre y la ayuda de la red Fe y Alegría, Cristian pudo ponerse al día en sus estudios haciendo dos cursos en un solo año, y posteriormente, ingresar a la universidad.
Y aunque reconoce los avances, el día a día le demuestra que tanto las calles, como la mentalidad de las personas, no están preparadas para incluir a las personas con discapacidad.
“Los conductores no son solidarios. Si pasas bien, y si no pasas, nadie frena”, dice sobre las actitudes de los ciudadanos que evidencian la falta de educación para la inclusión.
Para Cristian, las políticas públicas no son del todo efectivas y muchas de ellas no son cumplidas, haciendo que todo para ellos sea más complicado.
“El bono que nos da el gobierno de Bs 250 se va en una semana en taxi, porque no existen buses con rampas ni adaptados en el transporte público”, dice reflejando las falencias que hay a nivel de políticas públicas tan básicas como el transporte.
Al igual que Raquel, coincide que muchas rampas son puestas de forma arbitraria, sin contemplar las dimensiones ni la inclinación, haciendo que sean casi un ornamento. “La mayoría son muy angostas, no pasamos con la silla”, reconoce.
El acceso a cajeros automáticos también es limitado pues solo un par, en toda la ciudad, cumplen con los requisitos para que las personas en silla de ruedas puedan ingresar a la cabina o alcanzar el teclado.
Como ellos, cientos de jóvenes con algún tipo de discapacidad, esperan que las calles, restaurantes y oficinas, sean inclusivos, pensando en ellos a la hora de levantar las edificaciones.