Embobada por los estímulos de la televisión a color y por las novedades tecnológicas que pronto permitirían sintonizar la radio desde el teléfono celular, a mis cortos ocho años ya sabía que quería ser periodista, aunque no tenía muy claro en qué consistía el oficio.
“Voy a salir en la tele vendiendo autos”, decía aquella ingenua niña de cachetes prominentes y coletas en la cabeza. Mamá, que siempre fue buena para alimentar sueños y matar monstruos, no hacía más que alentarme. “Vas a ser lo que te haga feliz”, decía.
Con los años descubrí los diarios y su penetrante olor, mezcla de papel y tinta fresca por partes casi iguales. Antes de aprender a leer supe que también servían para limpiar vidrios. “No dejan pelusa ni rastros de grasa”, decía mi abuela mientras lo refregaba contra el cristal dejando su aliento impregnado en el vidrio.
Me atrapaba la magia de algunos relatos que ahí descubría, aunque otros me producían miedo y tenía pesadillas recurrentes con historias de secuestros y robos. Casi veinte años después, esas mismas historias me siguen provocando un frío inexplicable en la espalda. Para mi mala suerte, la sección de crónica policial no hace más que seguir engordando con el paso de los años, y yo cada vez la leo menos.
Los últimos años de cole fue cuando realmente me planteé si quería ser periodista. Nunca había pensado en el factor económico, los billetes no habían sido parte de mi ecuación a la hora de decidir sobre mi futuro. Pero aquella magia de la pluma y el papel y de las investigaciones al más puro estilo Sherlock Holmes se desmoronó con cinco palabras- y una mala palabra- : “Te vas a cagar de hambre”.
En medio de aspirantes a arquitecto, ingenieros, médicos, abogados y otros títulos “exitosos”, ser periodista realmente sonaba a pobre. Pero aún existía Martín Caparrós y la imborrable memoria de García Márquez. Aún había esperanza.
Con más tacto y con menos saña, me repitieron aquella misma frase incontables veces a lo largo de los años. “Vas a ser pobre”. Ya conocía aquel discursito del poco tiempo, poca vida, poca familia, poco dinero y mucho trabajo. “Vas ser pobre”. La frase me resultaba tan familiar, que hasta llegué a pensar que se trataba del título de algún libro de superación que probablemente había leído, pues siempre me gustó navegar de género en género.
Y aunque tenían razón y no me hice rica, aprendí que frente al teclado cada quien es dueño de su propio final. Perdón, soy periodista. Pero pese a que no abundan los papeles con el rostro de algún prócer americano en mi billetera, y aunque mi cuenta tenga más ceros a la izquierda que a la derecha, mamá tenía razón. Fui periodista… y fui feliz.