Más de dos millones y medio de venezolanos se vieron obligados a huir del país para encontrar mejores oportunidades lejos de la crisis económica y humanitaria que aqueja al país sudamericano.
La resiliencia, el sello de la migración venezolana
En una de las zonas más bohemias de Lima, Perú, un pequeño puesto montado sobre una bicicleta aporta encanto y sabor a la plaza de Barranco.
Esta joven pareja es una más dentro de las estadísticas migratorias de Venezuela. Con pocas pertenencias y dejando a gran parte de sus afectos en su Venezuela natal, partieron rumbo a Lima, Perú, para empezar una nueva vida.
Primero llegó el marido, quien tras encontrar un trabajo más o menos estable, no dudó en llevar a su compañera de vida a Lima.
Como los ingresos del trabajo de su esposo no eran suficientes, la joven venezolana decidió ponerse manos a la masa y crear pequeños cupcakes, que al principio salía a vender por las calles de Lima en una bandeja.
Con el esfuerzo de ambos, meses después pudieron comprar una bicicleta vieja en un mercado de objetos usados. El hábil joven con sus propias manos la restauró y creó un curioso modelo que servía para desplazar los cupcakes en la bicicleta y exponerlos en su lugar de venta en la plaza de Barranco, una zona bohemia y muy turística de la ciudad de Lima.
En julio de 2018 el equipo de Verdad con Tinta tuvo la oportunidad de conocer a estos venezolanos en aquella particular plaza limeña en la que habían logrado consolidar el negocio de cupcakes al que denominaron La Resiliencia.
¿Por qué optaron por aquel nombre? Pues la propietaria del pequeño emprendimiento asegura que aquella palabra los define- como a muchos otros venezolanos-, pues es la capacidad de los seres humanos para adaptarse positivamente a situaciones adversas.
Ellos tuvieron que dejar toda una vida en Venezuela, e inclusive a sus padres enfermos, para encontrar mejores días para ellos. Sin embargo, no hay día que pase sin que piensen en sus familiares y en cómo lograr reunirlos a todos en Lima.
Arepas, el sabor de la crisis venezolana
La globalización sin duda alguna también es un fenómeno gastronómico, pues con el paso de los años, los sabores de casa país fueron derribando las fronteras. Sin embargo, fruto de la migración venezolana, no hay lugar en el mundo en el que no sea posible degustar las tradicionales arepas.
En el centro comercial Dadeland, en Miami, Estados Unidos, el auténtico sabor venezolano cobra vida en un puesto de comidas de 3×5, ubicado en el patio de comidas. La familia entera está inmersa en el negocio que ya lleva 5 años en el lugar.
“Decidimos venirnos hace aproximadamente 6 años”, cuenta uno de los hijos mientras toma la orden.
“Veíamos que la cosa se ponía fea y decidimos vender todo”, cuenta la madre, quien está a cargo de la cocina del negocio, mientras agrega que decidieron abandonar la pesadilla venezolana, apostando por el sueño americano.
Migrar no fue fácil, al igual que en la mayoría de los casos, dejaron a familiares en Venezuela y temen por ellos ante la falta de servicios de salir, medicamentos como de servicios básicos. Pero aunque no pudieron sacar a todos sus familiares, se llevaron el sabor de su tierra y la esperanza de algún día poder regresar.
Un encuentro casual en la recepción del hotel
Andreina es la joven recepcionista de un hotel de la ciudad de Miami. Tiene apenas 21 años y hace tres años que trabaja legalmente en el país anglosajón, porque no quiere regresar a Venezuela.
“Me vine con mi madre cuando tenía unos 15 años”, cuenta en una íntima conversación a la salida de su turno en el hotel, mientras se dirige a comprar unos donuts.
La joven cuenta que tras el divorcio de su madre, decidieron irse un tiempo a Estados Unidos buscando alejarse de aquella situación durante un tiempo. Dado el conflicto político en su Venezuela natal, Andreina aplicó a una visa de refugiado, que le permitiría vivir legalmente en el país.
“Tardó muchos años y fue muy burocrático, pero finalmente la conseguí, y con ella, la residencia”, cuenta la joven venezolana, quien aún conserva su marcado acento caribeño.
Como muchos otros jóvenes de su edad, ella estudia y trabaja al mismo tiempo. Decidió ingresar al mundo de la hotelería, puesto que el turismo es un rubro en el que siempre hay empleos, sobretodo en una ciudad como Miami; además su innegable carisma la convertía en la persona apta para la atención al cliente. Pues especialmente los visitantes latinoamericanos agradecen ser tratados con eficiencia, pero sobretodo con aquella cercanía que los hace sentirse como en casa.
Pese a que su madre regresó Venezuela cuando la crisis se agudizó, pues tiene hijos y nietos en aquel país, Andreina decidió quedarse en Estados Unidos para conseguir mejores oportunidades.
Dada la situación actual de Venezuela, aunque sus ingresos en Estados Unidos no soy millonarios, la joven de 21 años se ve obligada a enviar remesas cada mes a sus familiares, al asegurar que con la inflación y escasez que hay en su Venezuela natal, su familia no puede abastecerse sola.
“Mando todos los meses aunque sea 100 dólares, que para ellos significa mucho”, dice lamentado no poder tener a su familia con ella.
Historias de taxi (o Uber)
Era Semana Santa de 2018. Un 4 de abril en la ciudad de Santiago, en Chile, y la mañana en la zona de Constitución se presentaba particularmente pintoresca. Los taxis, tienen ese particular “que se yo” que convierte su asiento trasero en un lugar en el que la charla entre desconocidos fluye con total naturalidad. Aunque el taxi del siglo XXI se denomina Uber, las características del asiento trasero son las mismas, y la charla fluye.
- “¿De dónde eres?”, pregunta la pasajera.
- “De Venezuela”, responde tímidamente Henrry Alexander, el chofer.
La charla fluye. Henrry es de los venezolanos que emprendieron el arduo camino de la migración rumbo a Chile, y cuando lo conocí, llevaba casi un año en Santiago. Él era ingeniero de profesión, pero se desempeñaba como chofer de Uber, la aplicación que conecta a conductores con pasajeros.
Henry cuenta que en su país no podía trabajar de nada, mucho menos de ingeniero. Su familia, de una clase media, había llegado a experimentar lo que era la pobreza y Henry decidió que era momento de partir. Cuando perdió el miedo, los pasajes de avión ya eran imposibles. Solo unos pocos privilegiados podían permitirse aquellos precios.
Su esposa, su pequeña hija y él, se embarcaron en una brutal aventura de casi un mes hasta llegar a Santiago, donde los esperaba otro amigo venezolano con un trabajo temporal.
“Caminamos casi dos días hasta encontrar quién nos pudiera dar un aventón hacia este lado”, cuenta el muchacho que no supera los 35 años.
“Haciendo dedo y caminado, llegamos hasta un lugar donde nuestros pocos dólares valían algo y pudimos comprar el pasaje en autobús hasta Santiago”, dice mientras conduce el auto hasta la zona de Las Condes.
Henry trabajó haciendo de todo, hasta que finalmente pudo juntar suficiente dinero para dar un anticipo de un pequeño auto, que es el que ahora utiliza para trabajar los fines de semana con Uber, donde gana un dinero extra.
“No pienso volver”, dice respecto a Venezuela.
Ricitos de oro
Tiene 10 años y tuvo que adaptarse a una nueva vida en un país totalmente diferente. Lleva un año viviendo en Tarija, tal vez un poco más… el tiempo pasa muy rápido.
Nunca voy a olvidar que la primera vez que la conocí, me quedé impresionada por la sedosidad de aquel cabello rizado color marrón, pero con toques color oro.
Ella acababa de llegar de Venezuela junto a su madre y a su padre, la crisis se había hecho insostenible para ellos, pues cada vez era más difícil encontrar víveres y artículos de primera necesidad en los supermercados. Cada día era despertar, y rezar que pudieran encontrar lo que necesitaban para vivir.
-¿Qué es lo que más te gustó de Bolivia?, le pregunté.
– Que hay shampoo, respondió acariciando su hermoso pelo. No es que su respuesta fuera mala, sino que esperaba algo diferente viniendo de una niña que por aquel entonces tenía 9 años. Los juegos de los centros comerciales, la comida… no sé, algo diferente.