En medio de las restricciones a la circulación la semana previa a la cuarentena, Gladys Sabat Casab de Barzón abre las puertas de su hogar para compartir su historia, pero sin dejar de lado las precauciones que las circunstancias ameritan.
“No te beso, porque ahora con el coronavirus hay que tener cuidado”, dice a modo de saludo, dejando escapar una espontánea risa mientras hace un ademán que invita a pasar.
La vivienda tiene ese aire clásico que caracteriza a las tradicionales casas de la capital, con una sala distribuidora, el escritorio cerca al ingreso y un living comedor separado por altas puertas mezcla de madera y vidrio.
Lo que hace única a esta casa, sin duda alguna, son ellos: sus tesoros. Coloridos cuadros recubren cada centímetros de la superficie de las paredes expandiéndose como un tsunami que, a su paso, arrasa con la monotonía del blanco que las recubre. Pero en este caso, el único peligro es que los visitantes se vean tentados a llevarse alguna de sus creaciones a la salida.
Colgamos los bolsos en una silla, y con una personalidad tan arrolladora como el abanico de colores que maneja en sus obras, nos invita a trasladarnos al escritorio de su esposo.
Entre caballetes y cientos de cuadros acomodados ordenadamente en lo que en su momento fue una especie de almacén de documentos, se ven destellos del que fue el lugar de trabajo y esparcimiento de su marido.
“Él pasaba tiempo aquí, leyendo, estudiando y escuchando música”, cuenta Gladys, recordando al amor de su vida y máximo impulsor de su talento artístico: Salim Barzón.
Si hay algo que llama la atención en aquel ambiente cálido y de buen tamaño, es un enorme cuadro de una mujer enfundada en un vestido azul. “Ella es mi madre”, dice de pronto Gladys. “Creo que este fue uno de los momentos que marcó mi vida; cuando vi cómo la retrataban”, acota remontándose a sus escasos diez o doce años, cuando un prominente pintor de la época acudía para inmortalizar la figura de su progenitora.
Si bien Gladys no pintaba en aquel entonces, en esa pintura no solo quedaría retratada la belleza de su madre, sino que también estaría plasmado el momento en el que la pintura, sin pedir perdón y sin pedir permiso, entró a revolucionar su vida y la de su familia, aunque ella aún no lo sabía.
Pasaron muchos años antes de que los pinceles y los colores desfilaran por sus manos. Se casó con Salim, a quien reconoce como el gran amor de su vida y tuvo cuatro hijos fruto de ese amor. Pero no fue hasta que Eduardo, el menor y único varón de sus hijos, falleció en un accidente tras caer de un caballo, que la pintura llamó a su puerta.
Una tarde de 1995, a sus 15 años, Eduardo cayó del caballo y golpeó la cabeza contra una piedra. Pasó ocho días en terapia intensiva y finalmente partió de este mundo.
«El arte es el dominio del dolor por la belleza».
Degas
“Yo viví mi calvario durante esos días”, asegura Gladys, transmitiendo en su forma de hablar el dolor inhumano que significa perder a un hijo. Sumida en los recuerdos más sombríos que alberga su alma, durante unos minutos, se desvanece su vibrante sonrisa y su alegre personalidad.
Fue así como Gladys fue a buscar a un tío psiquiatra en Chile, para que la ayudara a sobrepasar aquella tragedia de la que no lograba reponerse.
“Vuelve a Sucre e inscríbete en una academia para empezar pintar”, habían sido las palabras del profesional. Gladys las tomó al pie de la letra.
“Llegué y me inscribí en la academia de bellas artes”, dice recuperando el brillo de sus ojos mientras se prepara para hablar de sus primeros pasos en la pintura. Pero luego llegó mi tío continúa y me dijo: “de aquí nunca vas a salir pintando, así que contrata al mejor pintor y que te dé clases en tu casa’”.
Aquellas palabras fueron suficiente para poner a Salim Barzón y a sus tres hijas en busca del mejor profesor; es así que llega a sus vidas Enrique Valda del Castillo (1931-2012+), con quien la profesora de español, literatura y filosofía, fue perfeccionando día a día el dibujo, la línea, el color, la proporción y la perspectiva.
Con la pintura pasaba algo mágico, no solo que cada día mejoraba en el dominio de aquel arte, sino que la tiniebla de dolor que la perseguía, poco a poco se iba llenando de color con cada pincelada, dibujando una nueva vida para ella y su familia.
“Degas decía que el arte es el dominio del dolor por la belleza”, dice refiriéndose al célebre pintor y escultor francés, Edgar Degas (1834-1917+). El conseguir algo bello y el crear continúa, había sabido darte una sensación creadora de hacer algo con tus propias manos. Y tenía razón, esa fue su medicina.
Empapada de ese habilidad creadora, cada cuarto de la casa está lleno de pinturas. Muchas de ellas posan presumidas en las paredes, mientras que cientos de ellas descansan enfiladas una tras otra, en diferentes salas y depósitos de la casa. Si tuviera que poner una cifra, diría que son más de 800 en total.
Aunque algunas son- según ella- menos agraciadas, todas son especiales y la remontan a un día o momento especial. La mayoría de ellas esconden una anécdota con su marido, su mayor crítico y admirador. En la parte trasera del bastidor, Gladys suele poner una descripción de la pintura, algo relacionado al lugar, motivo o circunstancia, bajo la que la obra fue realizada.
Caminamos hacia su taller y la mujer de blanca cabellera no duda en deslizar una anécdota en el trayecto.
“Antes se creía que el talento era herencia”, lanza de forma espontanea, mientras recuerda que de niña le había dicho a su maestra del colegio Santa Ana, que quería pintar. En un castellano con acento foráneo, la madre de la orden religiosa que dio nombre al colegio, le había respondido: “pero, ¿quién pinta en tu familia?”.
Seguramente hoy, aquella monja no creería la cantidad de salas que ha llenado Gladys con sus cuadros, sin necesidad de tener un talentoso que la antecediera en su familia.
En el recorrido, es inevitable observar un enorme mural del mar, en la pared del jardín. “Salim hizo pintar esa pared de blanco y me regaló ese enorme lienzo”, dice al respecto. En medio de risas, cuenta que estando de vacaciones en la playa, metió en su maleta botellas llenas de arena y conchas para añadir a aquella gigante pintura. “Salim no podía creer lo que había hecho cuando le conté”, agrega soltando una carcajada.
Finalmente, entrar a su taller es adentrarse en un armónico caos. En medio de cientos de pinceles y oleos, el desorden tiene un orden perfecto y también parece ser arte. Al fondo de la sala hay un retrato de ella en sus años mozos sosteniendo una fuente llena de higos. Por encima del retrato, escrito en una pequeña pizarra de su puño y letra, se llega a leer: “El arte es el dominio del dolor por la belleza”.
Aquella frase es su mantra; las palabras determinan, y ella está dispuesta a que cada letra de aquella frase, se haga realidad en su vida, día a día, como hasta ahora.
Con su dolor dominado, solo queda contemplar la belleza de sus creaciones, aunque nunca vendió sus cuadros e hizo pocas exposiciones, Gladys disfruta pintar la naturaleza, también los motivos árabes ocupan parte importante de sus obras. A través de la pintura, ella hace un homenaje a la cultura que corre por sus venas, creando cuadros con los más bellos rostros y recordando eventos históricos como la intifada, más conocida como rebelión popular palestina.
Las miniaturas y la pintura con pasteles, son parte de su especialidad, las expresiones y los rostros que logra en diminutos personajes, son un deleite del que pocos pueden disfrutar.
Si no es para vender sus obras, pese a haber recibido tentadoras ofertas por muchas de ellas, ¿por qué pinta? “Pinto por placer y mi sueño es abrir un museo con mis pinturas, que lleve el nombre de mi hijo Eduardo”, agrega la artista, quien despierta con aquella ilusión todos los días.
Imperdible relato de una mujer que amó, sufrió y salió adelante