Doña Mecha tenía miedo a tres cosas: al fracaso, al arrepentimiento y al olvido.
Ya de grande, Mecha solía tener siempre una hoja de papel en el mandil y una lapicera balanceándose en el arco de la oreja. Decía que Dios le daba buenas ideas, pero que en cuestión de minutos el diablo se las llevaba, por lo que sin importar qué hacía o dónde estaba, ella tiraba de la hoja y del bolígrafo cada que esas ideas divinas llegaban a su mente.
En realidad no se trataba más que de quehaceres y cosas importantes que debía hacer en su día a día, pero que con los años, se le había hecho imposible recordar. Ante el inminente olvido, el papel se traducía en una opción más viable que su cabeza.
Su verdadero nombre era Angélica, pero se había ganado el apodo de Mecha a pulso, ya que cada regaño a hijos o nietos venía acompañado de un: “triga las mechas mocoso impertinente, que así va a aprender a portarse bien”. Acto seguido, el infractor recibía un buen tirón en las patillas.
“Les acomoda las ideas y reafirma el conocimiento”, argumentaba la Mecha con seguridad doctoral.
El arrepentimiento fue el primer temor en llamar a su puerta. Mecha había dejado las clases culinarias que su padre pagaba con tanto esfuerzo en un pequeño centro técnico de la ciudad, tras haber quedado embarazada de don Juan, quien con los años demostró que, en su caso, el nombre y el título debían ir en una sola palabra.
Las mozas del barrio aseguraban que aquel caballero con belleza y pereza por partes iguales, era un pícaro. Algunas lo sabían por experiencia propia. “Don Juan el donjuán”, decían a sus espaldas, aunque no era ningún secreto.
Poco tardó la Mecha en arrepentirse de su matrimonio como de haber dejado sus clases, pero se juró que pese a sus malas decisiones, no permitiría que aquello la llevase al fracaso. Allí fue cuando su segundo temor llegó para tomar de la mano al arrepentimiento y, juntos, patrocinar largas noches de desvelo a aquella mujer.
“¿Arrepentirme?, ¡solo de lo que no hago!”, aseguraba con orgullo doña Mecha en las tertulias de calle que se formaban en su barrio alrededor del mate; una costumbre que había adquirido de su padre y que había nacionalizado a lo largo de aquella cuadra en la que se encontraba la casa en la que había vivido toda su vida.
Aunque estaba claro que no se arrepentía, doña Mecha sí tenía miedo al fracaso. Más que miedo, pavor, diría yo.
Mientras pelábamos papas para el popular picante de pollo que vendía en el local que había abierto hace más de 30 años en el patio de su casa, solía desnudar su alma hasta dejarla limpia como aquellos tubérculos sin cáscara. En las largas sesiones en la cocina, en las que ostentaba su dominio magistral del cuchillo, Mecha confesaba que se levantaba temprano porque “al que madruga Dios la ayuda”, y ella necesitaba toda la ayuda posible para que el negocio continuara bien.
Su padre la había atormentado hasta su último suspiro con la idea de que iba a fracasar, por lo que Mecha se desvivía por el restaurante. Si le iba mal, su padre iba a tener la razón, y no podía darse el lujo de que el viejito tuviera razón hasta en la tumba.
Había empezado con aquel local hace 30 años y 8 meses; para ser exactos, cuando tenía la barriga llena de su segundo hijo y los bolsillos vacíos por la holgazanería de su marido. Don Eulogio, el padre de Mecha, decía que era un inútil… y la verdad es que lo era. Para lo único que parecía tener habilidad, era para la donjuanería y para comer los platos de su esposa como barril sin fondo.
El restaurante había ganado buena fama en el barrio a lo largo de los años y su especialidad siempre fue el picante de pollo. Luego de varios abriles de arduo trabajo por parte de su gerente propietaria, que era la Mecha, los señoritos de la alta sociedad empezaron a frecuentarlo los fines de semana, llevándolo a su auge.
Su nombre bien ganado en el mercado culinario, llevó a que el “Snack Angélica” se convirtiera en un boliche de segunda con comida de primera. Pese al dejo despectivo de la descripción, aquello no le quitaba el sueño a Mecha. De hecho, era de las pocas cosas que no le quitaban el sueño.
El olvido, por su parte, la tenía sin dormir hace varias noches. El primer aviso de que su memoria no era la misma vino con una bofetada de sal o, mejor dicho, con falta ella.
Tenía un importante pedido para un cumpleaños de esos que solía atender y, según la anfitriona, la comida estaba caima porque carecía de aquel imprescindible polvo blanco. Lo peor de todo era que Mecha no podía discutir como acostumbraba, porque no recordaba si la había puesto o no, pero las sobras de la olla que había quedado en su cocina confirmaban que se le había pasado echarla.
Al principio pensó que se trataba de un hecho aislado, pero los despistes empezaron a ser recurrentes y diversos: en las compras, en el orden de los ingredientes, en las recetas y en las entregas.
Así fue como el papel llegó a su mandil y la lapicera al arco de su oreja, aunque su practicidad fue óptima solo durante un par de años.
Un día Mecha decidió acudir al médico para que le diera algún menjunje que sirviera para la memoria, pero las malas noticias llegaron para ella en lengua extranjera. Tenía alzheimer; una enfermedad cuyo nombre no solo no podía pronunciar, sino que tampoco lograba recordar.
“Me enfermé del alemán”, decía con los ojos llorosos mientras llenaba la cocina de papelitos con instrucciones y recordatorios.
Mecha pasó dos años y dos meses preocupada por no olvidar nada, hasta que finalmente lo olvidó todo. Lo curioso es que con su memoria también se fueron sus penas, pues no podía sufrir por aquello que no podía recordar.
Aquel 14 de mayo, después de varios meses de intensa agonía, Mecha se levantó risueña, salió al patio a mirar el sauce bajo el que había crecido, y empezó a gritar con felicidad el nombre de sus padres.
Si me permiten, diría que Mecha, el día que perdió la mente, fue más feliz de lo que había sido en toda su vida.
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Mercedes Bluske
