La primera vez que escuché su voz fue durante mi primera semana en la ciudad. Lo escuché mientras me disponía a vaciar mis recuerdos de aquellas escasas cajas en las que cabía mi vida. Debo reconocer que al principio me sentí temeroso, pero con el pasar de los días, sus gritos empezaron a hacerse tan necesarios como el café de la mañana.
“Puta…”, gritaba desde la ventana del psiquiátrico que daba a la Rosendo Villa y que colindaba con mi nuevo domicilio, “…ahora pasas con otro”, agregaba completando su frase con chillidos que se esparcían a lo largo de la cuadra impulsados por el viento.
Era un lunes cuando me atreví a salir al balcón para tener una mejor vista de la escena, pero llegué tarde; en la calle ya no había nadie y en la ventana quedaba solo él, con una mirada vacía que parecía perforar el cristal.
Lo miraba con la atención con la que se ve una película por primera vez, mientras succionaba de sorbo en sorbo la energía de aquel café bien cargado que me acompañaba.
De pronto, levantó la vista fijándola en mí. Poco quedaba de esa mirada que se fundía con el horizonte; era como si hubiese sentido mi presencia desde el otro lado de la cuadra. Fue ahí cuando levantó la mano en lo que yo creí que sería un saludo pero, para mi sorpresa, lo único que estaba levantado era el dedo del medio. Interpreté aquella señal como un acto de lucidez en el que me decía que estaba violando su espacio, así que apuré el último trago de café y entré a la casa para continuar con mis labores de cargador.
Tenía un mes en el vecindario cuando me dispuse a cruzar al psiquiátrico para conocer más sobre aquel misterioso hombre que había captado mi atención. Debo reconocer que aunque mentalmente intentaba justificar mi interés diciéndome que se debía a que yo era psicólogo, en realidad era consciente de que nada tenía que ver con mi profesión.
Me perfumé, me puse el saco y crucé la calle contando los pasos que me separaban de la institución mental. Eran 63, contando las escaleras y el ingreso a la recepción.
Me presenté con mi nombre y título: el licenciado Linares, que quería ver al paciente de la tercera ventana del segundo piso que daba a la calle.
La recepcionista me miró dudosa mientras me hacía una señal con la mano para que tomara asiento. En otras circunstancias habría insistido, pero algo me decía que aquella mujer no entendía de razones, así que decidí hacerle caso y me senté.
Del otro lado de la sala, ella levantó el auricular del teléfono y se dio el lujo de hacer un par de globos con el chicle mientras la línea sonaba esperando que del otro lado alguien respondiera; luego de unos segundos balbuceó un par de palabras y colgó. Me dirigió una falsa sonrisa a la que le siguió un frío: “espere”. La escena me dio escalofríos.
Unos minutos después apareció el director del psiquiátrico enfundado en su pulcra bata blanca y me extendió la mano mientras de forma amable se ofrecía a ayudarme. A juzgar por la fuerza del apretón, mi visita no resultaba tan grata como él se esmeraba en mostrar.
Le dije que era psicólogo, vecino de la zona y que un paciente había llamado mi atención y quería hablar con él. Simplemente conocerlo, nada más.
Conforme salían las palabras de mi boca, mi pedido sonaba cada vez más ridículo en mi cabeza. Estuve a un pelo de cerrar la boca e irme sin decir nada y sin esperar respuesta alguna, pero entonces el loco hubiera parecido yo, así que me aguanté y aguardé ofreciendo mi mejor sonrisa y cara de pelele.
El director dudó. Me hizo varias preguntas personales mientras ganaba tiempo para debatir mentalmente si mi presencia era una amenaza, pero luego me dijo que tal vez le sentaría bien a don Ernesto recibir alguna visita, pues no tenía familiares y había estado solo desde su internación en 1946.
Eso sí, a la mínima señal de molestia o incomodidad del paciente, me ponían de patitas en la calle.
“Ernesto”, dije para mis adentros. “Tiene cara de Ernesto”, pensé.
Según me comentó, aquel 1996 Ernesto cumplía sus bodas de oro en el psiquiátrico. Era el paciente más antiguo y en unos meses le harían un pequeño ágape; una especie de fiesta de cumpleaños en la que celebraban solo sus años de insensatez.
Aquel lugar se había convertido en su casa y el personal en su familia. Una familia un tanto atípica en un hogar un tanto peculiar, pero una familia al fin.
Lo poco que sabían de aquel hombre en la institución, era que había sido combatiente en la Guerra del Chaco y que una serie de eventos desafortunados habían acabado con su salud mental.
Era el hijo único de un matrimonio de hijos únicos, por lo que no tenía primos, hermanos, ni ningún otro tipo de familia más allá de sus padres.
A los 18 años se había enlistado en el ejército y unos meses después estalló la guerra, donde prestó servicios de principio a fin.
Según mis cálculos, el hombre tenía 79 años… tal vez 80.
Cuando volvió a casa fue solo para agravar su salud mental, la cual, según sus superiores del ejército, ya estaba deteriorada. Sus padres habían fallecido; ella a causa de una enfermedad pulmonar que la aquejaba desde hace tiempo y él por amartelo, según decían en su pueblo.
Ernesto había regresado solo para sentirse más solo, lo cual, junto con las cicatrices que la guerra había dejado en su mente, terminó volviéndolo loco. Luego de largos años de disturbios que escandalizaban al pueblo auspiciados por las ocurrencias de aquel hombre falto de cordura, pero lleno de picardía, en 1946 el alcalde de la comunidad hizo las gestiones para que fuese trasladado al psiquiátrico de la capital. Fuera de su travesía para defender el Chaco Boreal, aquella era la primera vez que Ernesto salía de su pueblo, y sería para jamás volver.
“Es un espectáculo, ¿o no?”, me dijo la recepcionista un par de horas después, cuando nos cruzamos en el camino de salida. El chicle de la mañana la había acompañado hasta entonces y los globos parecían ser su afición.
Me limité a asentir, pero la verdad es que tenía razón: el hombre no era un loco cualquiera.
***
Cuando llegué a la habitación escoltado por el director, Ernesto estaba sentado mirando hacia la ventana, tal y como yo lo observaba desde mi balcón.
El doctor nos dejó a solas, pero no sin antes recomendarme que le siguiera el juego y que, ante la mínima señal de alteración, simplemente saliera del cuarto.
“Lo estaba esperando”, me dijo el segundo que la puerta terminó de cerrarse y quedamos a solas, “usted es el mensajero que el general me dijo que iba a mandar para darme la información faltante para completar la misión”.
Mis manos sudaban y mi mente trabajaba a una velocidad inaudita intentando buscar algo coherente para responderle a aquel loco, cuando de repente se tiró al piso con una agilidad poco común para una persona de su edad. No sabría decir si fue por instinto o por nervios, pero imité su jugada y terminé acercándome a él arrastrándome por el piso, como en un ejercicio militar.
“Es usted astuto, también se dio cuenta de que nos vigilan”, me dijo.
“Hoy en día los espías están por todas partes, pero esta es la campaña final. Pronto volveremos a la normalidad”, se me ocurrió decirle.
“Bien, bien… ¿y cuál es el mensaje?”, me dijo analizándome con la mirada y penetrando la mía con lo profundo de su ojos negros. Aquel hombre claramente estaba anclado en la guerra.
A escasos centímetros de su cara y del suelo, se hacía evidente que las cicatrices que inundaban su rostro habían calado más profundo que solo su piel. Su tormento era su locura… o tal vez su locura era su tormento.
En medio de aquella conversación, en la que intentaba que mis palabras sonaran cuerdas en la mente de aquel hombre que parecía vivir en una época diferente, se me ocurrió intentar algo que tal vez pudiera ayudar a sanar alguna de esas heridas que habían lacerado su mente.
“El general considera que el aporte de su misión ha sido muy valioso para dar con el punto débil del enemigo. El operativo Surubí está en marcha y gracias a él se ha aprendido a todos los infiltrados; mañana se dará el ataque final”, dije con seguridad militar.
“¿Surubí?, nunca había escuchado de ese operativo”, cuestionó Ernesto, quien por momentos parecía tener la mente más clara que el agua.
“Era una misión secreta; por su importancia”, improvisé con más dudas que convicción.
“Pues… gracias por informarme camarada. ¿Entonces ya no corremos peligro?”, preguntó con una voz que me inspiró ternura.
“No, nunca más. Los espías ya no son una preocupación”, le respondí con la satisfacción del trabajo cumplido, mientras lentamente lo ayudaba a incorporarse.
Como buen camarada, me quedé conversando con él un largo rato. Me contó algunas aventuras de guerra en las que se le mezclaba el presente y el pasado. A veces, muy lúcido, se daba cuenta de que la guerra había terminado hace mucho, mientras que otras, hablaba de ella en presente, como si aún pudiese olfatear la pólvora y escuchar disparos. Era un hombre sin igual.
Yo tenía una entrevista laboral aquella mañana pero, honestamente, no tenía ganas de irme de aquel lugar. Paradójicamente, había pasado mucho tiempo desde que había tenido una charla tan real, como con aquel loco.
Me despedí de Ernesto con un saludo militar, asegurándole que el general me había enviado a la ciudad para velar por su seguridad, motivo por el que me había instalado en la casa del frente.
Le dije que en las mañanas nos saludaríamos en señal de que todo estaba bien y que una vez por semana pasaría a verlo para no levantar sospechas.
“Gracias”, dejó escapar Ernesto con un hilo de voz y con los ojos llenos de lágrimas.
La humedad de sus ojos era contagiosa y un par de gotas rodaron por mis mejillas. Eran tan frescas y auténticas como el rocío de la mañana.
***
Salí a la calle y empecé a desandar los 63 pasos que nos separaban. De pronto escuché un “puta”, atravesar el cristal de su habitación, al que le siguió el sagrado: “ahora pasas con otro”. Giré la cabeza y vi que detrás mío venía la enfermera del psiquiátrico con un paciente, llevándolo a su paseo matutino. Sonreí.
Volví la vista hacia la ventana y Ernesto estaba ahí, con las dos manos apoyadas en el cristal como un niño curioso, tal como lo había visto por primera vez.
Ernesto me devolvió la mirada. Esta vez levantó la mano y encontré cinco dedos erguidos que me saludaban, acompañados de una sonrisa. Levanté la mano y devolví el saludo.
Hermoso!! Cómo todo lo qué haces con pasión
Muy bueno!!!