—¡Culpable!— sentenciaba el juez golpeando el martillo en el estrado, rompiendo con el denso silencio que se había instalado en aquella sala llena de contrastes. Corbatas y trajes. Ojotas y caras sucias.
El juicio había durado apenas una hora y la miope justicia había logrado recaudar suficientes elementos para hacer su caso y no dar más giros. Era culpable.
El estruendo del martillo retumbaba en su mente y con aquel golpe, a Joel se le acababa la libertad, mientras que para sus hermanos y vecinos, se acababa la esperanza.
—¡Culpable!— decía el magistrado relamiéndose cual sabueso de caza, en el olor a culpa que impregnaba al joven. Para él estaba todo claro, pero la impotencia de un estómago vacío era algo que la raquítica justicia que impartía aquel cíclope, era incapaz de ver, olfatear o entender.
Joel había vivido toda su vida en las denominadas favelas, villas o asentamientos; aquellos lugares en los que sin importar el nombre, la pobreza era un factor común.
Toda su vida se reducía a escasos nueve años y a su corta edad, la vida lo había empujado a asumir responsabilidades aún siendo un niño; responsabilidades que ningún niño debería asumir.
Sus padres eran fruteros, de esos que viajan una vez por semana en su pequeño camión, para luego comerciar los frutos de la tierra en el mercado local. Se las habían ingeniado para salir adelante y lo estaban logrando. Pero el destino tenía otros planes.
***
Aquella semana Joel, de entonces ocho años, tenía fiebre. Su madre, con aquel sexto sentido que se activa en las mujeres al parir, tenía una corazonada que le decía que la fruta podía esperar. Don Joaquín, quien era inflexible cuando se trataba de trabajo, aseguraba que se iría al trópico con, o sin ella. Un par de horas después, el matrimonio estaba encima del camión, encarando la ruta.
Ese día fue la última vez que Joel y sus hermanos vieron a sus padres. Un animal en el camino y una curva pronunciada, se habían convertido en un pasaje sin retorno al paraíso, dejando a tres huérfanos en el limbo de la tierra.
Joel lamentaba que con el delirio que le había provocado la temperatura, no podía recordar aquel último beso que le había dado su madre, pero sí recordaba sus últimas palabras: “Que Dios te cuide”.
Su familia, pobre en riquezas, pero rica en espíritu, tenía fe eterna en el ser supremo y para el pequeño Joel, aquellas palabras de su madre se habían convertido en un mantra personal.
“Diosito”, le decían en el barrio, porque no sabían cómo, pero él siempre se las ingeniaba para hacer aparecer comida para sus hermanos y multiplicar los panes en la mesa para compartirlos con sus famélicos vecinos. La fe y el hambre se miraban cara a cara en la mesa y eran una constante en las misérrimas calles de tierra del barrio.
Un pan, dos plátanos. El menú era tan pobre como ellos, pero “diosito” no fallaba, y el Dios de arriba tampoco.
Joel y sus dos hermanos pequeños, al igual que la mayoría de los niños del barrio, andaba con las ojotas sueltas y la cara sucia. El agua potable era un lujo que no había llegado a la periferia, por lo que tenían que caminar diez minutos hasta un riachuelo para lavarse. El trayecto se andaba solo los domingos, para ir pulcros a la iglesia.
La misa se celebraba en un cuadrado de diez por diez que habían construido los vecinos con sus propias manos y al que habían colocado una cruz. Joel nunca había sido muy afecto a los aburridos sermones que brindaba el cura, pero aquel lugar le recordaba a sus padres, quienes asistían los domingos con puntualidad divina.
Eso, y sus recuerdos, era lo poco que le quedaba de ellos.
Ejerciendo de todo, menos de niño, “diosito”, quien acababa de cumplir nueve años, tomaba de la mano a sus hermanaos de cuatro y cinco, los lavaba en el arroyo y los llevaba a misa. Los dos pequeños pasaban la hora mirando al techo y bostezando cada dos por tres, pero Joel tomaba ese tiempo para hablar con sus padres y saber si lo estaba haciendo bien.
Después de la eucaristía, siembre había algún vecino con más buenas intenciones que posibilidades, que les invitaba un pan, galletas, dulces, o algo de la comida que habían preparado para su propia familia. Aunque tenían poco, habían hecho de la parábola del buen samaritano un estilo de vida; algo que en los barrios pudientes de la urbe, ya poco se veía.
***
Había pasado un año desde que los padres de Joel habían muerto y a aquellas humildes comidas que compartían los tres huérfanos, se habían sumado otros niños más, en similares condiciones. “Diosito” no fallaba, aunque la misión era cada vez más difícil, pues el hambre era masiva en todas las bocas.
Habían empezado a ir al mercado de la ciudad donde sus padres vendían fruta a aquellos caballeros que usaban un lazo en el cuello, que le daba la impresión que los ahorcaba. Aunque aquellos hombres parecían apresados por las normas que les imponía la corbata, no eran presos del hambre.
Eso sí, corbata y todo, “diosito” estaba convencido de que eran unos tacaños.
—Les cargo las bolsas más grandes, pero siempre me dan la moneda más chica— decía a sus hermanos mientras compartían las pocas cosas que podía comprar con lo que ganaba como cargador, convencido de que debía cobrar una tarifa fija.
Era un visionario y a su corta edad ya sabía hacer negocios. Así que pronto empezó a aplicar una nueva técnica en su “emprendimiento”.
—Se las llevo a su auto por dos pesos— empezó a decir a la hora de ofrecer sus servicios. Rápido descubrió que aquellos clientes de caras limpias y zapatos lustrados, no discutían el precio. A sus ojos, el trato era una ganga.
Pero la vida, una vez más, le pasaba factura a su buena racha.
Estaba cargando bolsas que pesaban más que su propio peso, cuando de repente tropezó dejándose caer sobre la mercadería de un comerciante de la calle, rompiendo varias cosas: focos, velas, calculadoras y otra chucherías.
El dueño era un hombre de mediana edad y con actitud amenazante; de esos a los que ni Dios hacía entrar en razón. Se llamaba Ángel, aunque para sacar a relucir la aureola, parecía faltarle mucho.
El hombre le había dicho a Joel que los daños ascendían a Bs 150 y que tenía tres días para pagarle. El niño, que apenas sacaba 30 pesos al día para mantener alrededor de siete bocas, sabía que aquello era imposible, así que le pidió una semana. Ahorraría su trabajo y la comida… ya vería de dónde la sacaba.
Aunque sabía que estaba mal, robar era la única solución que “diosito” encontraba en medio de aquel problemón.
—Una semana— le había dicho el comerciante tomándolo entre sus manos y elevando su menudo cuerpo a la altura de su rostro.
Aquel lunes, “diosito”, mientras esperaba que sus clientes hicieran sus compras, empezó a manotear lo que podía de cada puesto, metiendo todo a su vieja bolsa de tela. Y aunque Dios lo ve todo, “diosito” no pudo ver que el intendente se había percatado de sus poco cristianos movimientos y había llamado a la policía.
Lo llevaron a un centro de detención de menores y lo dejaron en una celda, en la que Joel había llorado tanto, que había limpiado toda la mugre de su rostro. La voz de su encierro había corrido como pólvora y pronto la puerta del lugar se llenó de rostros que, a causa de la suciedad, parecían tener los ojos más grandes y más blancos que cualquier otro niño.
La política de la ciudad era cortar con el crimen de raíz, por lo que “diosito” sería juzgado y en caso de ser hallado culpable, sería encerrado seis meses en un reformatorio. Pese a sus nueve años, no podía evitar sentirse culpable por dejar huérfanos a sus hermanos, por segunda vez.
“Diosito” se cuestionaba porqué el sistema era tan intransigente con el crimen, pero tan flexible con el hambre. No era justo que robara, pero sí era justo que él y los suyos se fueran a la cama con las tripas haciendo eco en el vacío de su interior.
—Culpable— sentenció el juez ante la mirada atenta de siete pares de ojos que lo observaban como búhos.
El estruendo del martillo retumbaba en su mente y con aquel golpe, a Joel se le acababa la libertad, mientras que para ellos se acababa la esperanza.
“Diosito” se dio la vuelta para observar a aquellos niños cuya diferencia de tamaño se asemejaba a una escalera humana, y con seguridad magistral les dijo: “Dios lo ve todo y está en todos lados, su justicia, que es justicia de verdad, no dejará que duerman con hambre esta noche”.
Los siete niños se dieron la vuelta y tomados de la mano formando una muralla humana, empalmaron camino a casa. Al llegar, encontraron a un hombre parado en la puerta dándoles las espalda; con el ruido de los pasos el extraño giró dejando ver su rostro: era Ángel, el comerciante al que Joel debía dinero.
Ángel lo había visto todo y estaba en la puerta de la casa con la misma cara amenazante de siempre, pero con una olla de comida bajo el brazo que prometía llenar el estómago de los siete niños aquella, como todas las noches venideras.
—Aunque a veces pareciera que Dios no está, siempre deja a un ángel para supervisar sus obras— atinó a decir el hombre balanceando la olla entre sus dedos y esbozando una tímida sonrisa.