Eran las cinco de la mañana. Enfundado en el pijama rojo de polar, contemplaba el árbol navideño que su madre había armado con esmero.
Aquel árbol que casi triplicaba sus escasos noventa y cinco centímetros, parecía querer unir la estrella que coronaba su punta con las del firmamento; de no ser por el techo que se interponía en su camino, de seguro que lo lograba. Al menos eso quería creer aquel pequeño de cinco años.
Las luces tintineaban danzando con particular elegancia, rompiendo con la tiniebla invernal que plagaba la madrugada europea, casi sin dar esperanza de un amanecer. Las bolas de cristal que su madre había comprado en una tienda de antigüedades, parecían burbujas flotando gracias al efecto de la luz en ellas.
A Miguel le gustaba levantarse temprano para contemplar aquel paisaje nostálgico que era un lujo exclusivo de ese mes del año. En enero, cuando su madre se disponía a desmontar la decoración, Miguel refunfuñaba cuestionando porqué no podían mantenerla todo el año. Conforme metía las pelotitas a la caja donde reposarían hasta un nuevo diciembre, esbozaba un nuevo argumento sobre porqué no guardarlas. El más importante: “la casa luce feliz”.
Aquella madrugada podía disfrutar del espectáculo tranquilo, con la única compañía de Osvaldo, su incondicional osito de peluche.
Cuando el reloj daba casi las seis y el pequeño se dirigía a su cama para evitar una reprimenda matutina de sus progenitores, un pequeño ruido en el árbol lo alertó.
Una de las pelotitas rodaba desde detrás del árbol hacia él, pero cuando estaba a punto de levantarla, unas manos diminutas y peludas se lo impidieron.
— ¡Es mía!— exclamó la voz que salía del pequeño peludo.
Con el susto, Miguel tiró de la bola de cristal y la levantó hacia el techo. Junto con la esfera, la criatura quedó colgando a la altura de sus ojos: era un conejo de nariz roja, enfundado en un suéter a tono.
— ¿Quién eres?— preguntó el niño con temor, sabiendo que lo que veía era un conejo parlante.
— ¿Que quién soy? La pregunta es cómo terminó la esfera de Santa colgando en tu árbol. ¿Te imaginas qué puede pasar si se rompe? ¡Dios mío!, no quiero ni pensarlo… Hoy en día uno ya no puede ver antigüedades, que las cosas se salen de control— dijo la criatura mientras su rabo se movía al compás de su monólogo.
— Entonces, ¿eres ayudante de Santa? Yo pensé que sólo tenía elfos y renos—.
— Bah, eso es lo que las películas les hacen creer pero, ¿cómo Santa lograría entregar obsequios por todo el mundo solo con elfos y renos? ¡Piénsalo!, necesitas una planilla de personal más diversa— respondió el conejo con aires de sabelotodo. — Pero volviendo al tema, si no regreso con esto a tiempo, voy a perder mi trabajo y, quien sabe, termine en el sombrero de un mago en algún circo de pacotilla.
—¿Para qué sirve esta bola?—.
—Bueno, me encantaría explicarte, pero en las alturas no pienso con claridad, ¿te molestaría bajarme?—.
El conejo era confiado y sarcástico. A Miguel le pareció gracioso e inofensivo así que bajó el brazo, pero antes de soltar la esfera, lanzó una advertencia.
—Si huyes, grito, mis padres te atraparán y… ¡quien sabe donde termines!…— dijo Miguel mirando hacia la cocina con cara desafiante.
—Haber, niño, que la violencia no es necesaria, recuerda que Santa lo ve todo— atinó a decir el conejo.
—¿Entonces?— insistió Miguel mientras dejaba la esfera.
— Bueno, en realidad tiene múltiples funciones, digamos que es como la computadora de Santa; en ella puede ver las cartas que los niños le mandan, sus direcciones y qué están haciendo en tiempo real. Por si fuera poco, también te puede trasladar de ciudad en ciudad, permitiendo recorrer el mundo en una noche. Una verdadera joya de la tecnología, hecha exclusivamente para Santa— dijo el conejo cual vendedor de productos electrónicos en la televisión.
—¿Puedo ver cómo funciona?—.
El conejo lo miró confundido. Un cambio en su semblante anunciaba que aquel producto también venía con letra chica en el contrato.
—Mira niño, no todo lo que se ve aquí es lujo y fantasía. No todas las Navidades son como te imaginas, pero si realmente quieres verlo, pues… la bola estaba en tu casa… supongo que eso te da algún derecho—.
Se sujetaron de las manos y tomaron la esfera con fuerza. De pronto, estaban en algún lugar del África, aunque Miguel no lo sabía.
Por la ventana de una casa pudo ver a unos niños jugando en la sala en la que unos palos de madera imitaban la forma de un árbol, y en lugar de pelotitas brillantes, colgaban tapas de gaseosa con purpurina.
La siguiente parada fue un lugar seco, casi un desierto; pero en realidad era alguna parte del altiplano sudamericano.
En aquella casa un árbol tan pequeño como Miguel adornaba una mesita, en un ambiente que hacía de cocina, comedor y sala al mismo tiempo. Habían tantos colores y luces, que el niño quedó extasiado.
Antes de que Miguel pudiera hacer alguna pregunta, emprendieron viaje a casa.
—Niño, no todas las navidades son como la tuya y no todos los árboles son como este, pero en todos esos lugares se vive la Navidad con el mismo amor e ilusión. Por eso me gusta este trabajo y esta bola significa tanto para mí— dijo el conejo notando la cara de tristeza de Miguel.
El niño se recostó sobre la alfombra y le pidió que le contara más historias. Conforme el conejo hablaba, se fue quedando dormido.
Cuando el reloj dio las siete campanadas, sus padres encontraron a Miguel dormido. Al abrir los ojos, el niño no paró de contarles sobre el conejo de Santa, la bola y los lugares que habían visitado.
Sus padres lo miraron sorprendidos, pensando que se trataba de un sueño lleno de magia e imaginación. ¿Qué más podía ser?