En mis recuerdos más remotos, la Fiesta de San Roque fue y es, un momento muy importante en mi vida y en la de mi familia.
Desde que nací, los fuegos artificiales para la víspera, eran motivo de enojo para mi mamá, porque “no nos dejaba dormir”; sin embargo, para mí, desde muy chica, siempre significaron otra cosa: me generaban una suerte de seguridad y me daba placer dormir con esos sonidos. Vivíamos a una cuadra de la iglesia, lugar donde se desarrollaban todas las actividades para la fiesta.
Cada 15 de agosto, vísperas de la Fiesta Grande, iniciaba un momento importante para mí. No solo por los fuegos artificiales, sino por todas las comidas y bebidas, los juegos, las danzas, la cultura viva desplegada en las calles que trae consigo la festividad de San Roque.
Con mi papá William, subíamos la loma donde está la iglesia y esperábamos los fuegos pirotécnicos de antaño. Mientras íbamos por la calle General Trigo, él se saludaba con amigos y amigas del barrio que lleva el mismo nombre que el santo. A mis abuelos también los “pillábamos” dando vueltas por las calles festivas. Todos asistíamos al llamado de las campanas.
Mi papá siempre decía: “primero hay que entrar a la iglesia a rezar al santo, y después a comer”. Entonces, ese momento se volvía una eternidad. Seguro mi hermana Luciana rezaba igual de rápido que yo, aunque a San Roque siempre lo sentimos parte de la familia. Al “santito” le tengo un apego particular, no sé si es porque le dio un “milagro” a mi tío Gringo, o porque mi bisabuela Eleuteria era una gran alojera*, o porque la familia de mi papá siempre vivió en cercanías a la iglesia. Puede ser todo eso, pero también porque en la época de la fiesta, la comida era la parte que más esperaba.
Cuando terminábamos de rezar, bajábamos a las faldas de la iglesia donde se encuentran las cocineras: empezábamos por un pastelito de queso, luego una empanada blanqueada, y finalmente uno o dos vasos de aloja de maní de alguna chapaca*. Ese era nuestro “tour” gastronómico en las vísperas.
Por la mañana del 16 de agosto, día de celebración del santo y primera salida de San Roque después de un año, hacíamos nuestro segundo “tour” gastronómico antes de la procesión. Siguiendo la costumbre, entrábamos a la iglesia a rezar, admirábamos la decoración del altar novedosa en cada año, y la magnífica vestimenta que llevaba el santo. Ese día le rezábamos sin prisa.
Después bajábamos directamente al lugar de venta de la “paraguaya”, una de nuestras caseras. Yo comía un plato de saice*, mi papá a veces saice, otras ranga ranga* y otras, sopa de arroz, y para saciar la sed, nos esperaba un vasito de aloja de maní.
Nos servían aloja en vasos de vidrio y esa costumbre se remite a la época en la que mi bisabuela Eleuteria la vendía. Mi papá aún conserva un vaso que utilizó la bisabuela para servir aloja.
Tal vez porque es mejor su sabor en vaso de vidrio que en uno de plástico. Creo que le cambia el sabor. La aloja siempre tiene que estar bien fría y con su cucharilla de aceite encima. Es más rica además si la sirven de cántaros*.
Después de haber comido y bebido hasta quedar satisfechos, aguardábamos la salida de los primeros chunchos*. Y a partir de ese día, esperábamos hasta el primer domingo de septiembre para consumir aloja de maní todos los días por una semana, hasta el Martes de Encierro.
Una lecherita naranja con tapa roja llevaba dentro la felicidad. Esa lecherita servía para traer la aloja de maní que mi abuelo Ariel compraba en las afueras de la iglesia para acompañar los almuerzos. En esa alojita, siento que mi abuelo nos regalaba el amor y recuerdo por su mamá Eleuteria: ella elaboraba aloja de maní desde que él era un niño. Yo esperaba con gusto ese momento.
A las 12:00 mi abuelo iba hasta las faldas de la iglesia, a una cuadra de nuestra casa, caminando a paso lento para comprar la aloja, y llegaba justo para el momento de almorzar. Mi hermana y yo volvíamos corriendo del colegio. La lecherita se colocaba al centro de la mesa, el centro del mundo. Todos repetíamos un vaso las veces que se podía.
Mi familia sabía bien de quién comprar aloja, elegían la más rica. Aunque dudo que haya sido más rica que la de mi bisabuela Eleuteria.
Algunas tardes de antojos, repetíamos nuestro “tour” iniciando con el rezo a San Roque, seguido por un pastelito de queso, la empanada blanqueada y finalmente, nuestro vasito de aloja de maní.
Así fue hasta que falleció mi abuelo. Le encuentro alguna relación con la muerte de mi bisabuela Eleuteria. Con ella se fue la receta para hacer la aloja de maní, y con mi abuelo la tradición del consumo diario de aloja durante la Fiesta de San Roque. Sin embargo, mi papá mantiene nuestras visitas a las vísperas, a las procesiones y por supuesto, a hacer nuestro “tour” gastronómico. De algo estoy segura: lo que no se fue con mis abuelos es el gusto y el cariño a la aloja de maní.
Más allá de su valor nutricional y cultural en la historia de Tarija, la aloja tiene el poder de unir a las familias, como a la mía. Todo giraba en torno a esa lecherita en el centro de la mesa. La comida era secundaria, estaba dispuesta a combinar con el sabor de la aloja.
Pienso en la importancia de trascender desde la cocina. Épocas, lugares, momentos de nuestra vida y nuestra historia. El maní tiene una conexión directa con una memoria ancestral de nuestra tierra y con quienes la habitaban mucho antes de la colonia. La práctica culinaria precede a la colonización. Y a pesar de que han transcurrido tantos años, aún consumimos el maní, quizás de forma muy parecida a nuestras y nuestros ancestros.
Los españoles a su llegada encontraron el maní, un alimento desconocido para ellos hasta ese momento. Con el tiempo, lo introdujeron a los platos tradicionales de España para servirlos en fiestas patronales.
El maní, es una leguminosa de cáscara corácea y casi siempre de dos semillas blancas y oleaginosas comestibles (Arachis hypogaea) y es el resultado de la hibridación de dos antiguos tipos de maní andino Arachis duranensis, común en el noroeste argentino y el sureste boliviano; y Arachis ipaensis, encontrado sólo en el norte de nuestro país. Ambas especies están en la Tierra hace miles de años.
El maní es como un arbusto, cuyas flores fecundadas se introducen bajo la tierra para desarrollar el fruto y protegerlos del clima y depredadores. Esta singularidad, para algunas culturas prehispánicas significaba una “conexión con el inframundo, con la muerte, pero también con la fertilidad”. Reconocían su valor nutricional y la resistencia que tenía frente a diversos climas. En Tarija, provenía de las zonas altas y se compraba por quintales.
Las bondades del maní fueron aplicadas en diversos platillos que preparaban las mujeres en las cocinas. Cada manjar servido proviene de una receta ancestral. Estas mujeres tienen un lugar fundamental en la historia, sostuvieron la vida a través de la comida.
Por esta razón, en las afueras de la iglesia siempre estuvieron presentes. Mujeres que comparten ese espacio con sus hijas y nietas. Ellas heredan una tradición familiar a través de las técnicas más antiguas conservadas desde muchas generaciones para la preparación de alimentos.
La sabiduría que proviene desde sus cocinas a través de un plato de comida, una masita, un vasito de aloja, nos acerca a ellas que ofrecen una experiencia culinaria que involucra todos los sentidos desde la vista, el tacto, el olfato, incluso el oído.
Verlas batir las claras de huevo para las empanadas blanqueadas, o amasar para el pastelito de queso, o simplemente mover con un cucharón la aloja dentro del cántaro, nos sumerge en un mundo de texturas y combinaciones de ingredientes de las recetas personales de cada familia. Sus manos ya están adiestradas para esas tareas.
Criar desde las cocinas significa revalorizar una memoria cultural familiar y de la tierra en la que vivimos. Sin ellas presentes en la fiesta, sería muy difícil imaginarla como lo es ahora.
Con estos antecedentes, me enorgullece saber que mi abuela preservó una práctica milenaria utilizando un alimento que hoy ocupa un lugar imprescindible en las cocinas del mundo, pero principalmente, en la mía.
Este relato nos contaba mi papá sobre la abuela Eleuteria desde chicas.
“Una mañana de radiante sol en Tarija. Es un día 16 de agosto de los años de la década de 1960.
El atrio de la iglesia San Roque, desde tempranas horas, de a poco se va colmando de gente para dar inicio a la Fiesta Grande.
Las comadres acomodan sus canastas con blancos manteles llenos de rosquetes, empanadas blanqueadas, ancucos, dulces y toda clase de masitas. Más allá lo propio realizan las alojeras* que instalan sus mesas y tinajas para la venta de la aloja de maní, bebida tradicional de la época.
Entre ellas se distingue a mi abuela Eleuteria Espíndola Segovia, chapaca ya reconocida desde muchos años por la elaboración de su deliciosa aloja.
Los cañeros a fuerza de soplido templan su larguilíneo y ronco instrumento musical. Similar tarea realiza los quenilleros. Las devotas promesantes se arriman portando sus multicolores insignias (alférez*).
Los chunchos corren presurosos a vestirse para la procesión que ya se viene anunciada por el repicar de las campanas de la Iglesia.
Desde lo alto, el santo patrono contempla diariamente estas prisas.
Mi abuela Eleuteria, nació en Tarija en el año 1889, y desde joven acuñó la experiencia para elaborar la aloja de maní.
Sus diligencias comenzaban especialmente en junio adquiriendo el maní y obteniendo las “cargas” de leña de churqui* necesarias traídas a lomo de burro por los proveedores chapacos* para la Festividad de Santa Anita y toda la Fiesta de San Roque que se prolongaba hasta la octava de septiembre.
El maní ya sin cáscara era tostado en una olla de barro con fuego de leña removido constantemente por la abuela con un palo de madera. Yo y tus tíos Juan Carlos, Moisés, Anita y Víctor Hugo, que alguna vez ayudábamos en esta tarea, recibíamos la recomendación de la abuela de hacerlo hablando o silbando para controlar que no nos comamos el maní ya tostado. Después se procedía a molerlo en un batán* de piedra hasta conseguir una masa homogénea. Seguía luego la cocción en una gran olla para después churar* todo lo espeso con ayuda de una tela de lienzo. Este líquido resultante pasaba luego a tinajas o cántaros para su fermentación.
Así en forma escueta y salvando los detalles de su receta, la abuela Eleuteria conseguía una deliciosa aloja.
La recordamos siempre en las reuniones familiares, anécdotas surgidas de esta actividad, como aquella en la que teníamos que traer de la mano a los clientes hasta el lugar de venta de la abuela. O aquella esforzada tarea de traer aloja desde el domicilio de la abuela ubicado al final de la calle Sucre hasta el atrio de San Roque y reponer lo ya vendido.
Inolvidables eran los momentos en que la abuela Eleuteria tiernamente tocaba nuestros bolsillos preguntando si eran “honditos”, por si acaso quedaban retenidas monedas de algún cambio o eventual venta de aloja.
Ya en septiembre, la Fiesta Grande ha concluido.
Aún resuenan los versos de despedida cantado por los chunchos:
“Adiós Padre
Adiós soberano Padre
Hoy me despido llorando
Roque Santo Peregrino
Me voy con tu bendición
Adiós Glorioso Divino”
La abuela Eleuteria volverá el año siguiente con su particular promesa de satisfacer la sed de chunchos, promesantes y devotos con su deliciosa aloja de maní”.
*Este trabajo fue el ganador del primer lugar en el Premio Eduardo Abaroa 2022 en la categoría de «crónica culinaria».