Alrededor de las 8:30 a. m. un par de burros paralizados por el sonido del motor bloquean el paso a la vagoneta. El chofer trata de convencerlos de moverse, pero es como si los burros estuviesen entrenados para impedir el paso hasta que la señora baje el accidentado camino de su casa.
— Buenos días. ¿Para dónde van? —cuestiona ella.
— Venimos a ver el cañón —responde el joven al volante—, ya hemos quedado con don Ademar. ¿A usted le pagamos la entrada?
Se desembolsan Bs 20 por cabeza, los burros se mueven y la señora abre el paso del peaje: una pita atada a dos palos. La vagoneta avanza por el sinuoso camino hasta parar en una superficie plana que guarda los restos de una fogata. Mientras el chofer arma su equipo para convertirse en fotógrafo, llega un jinete con sombrero de vaquero, el guía del trayecto Yumasa-Cañón del Pilaya, el sexto cañón más profundo del mundo, ubicado entre Tarija y Chuquisaca.

Don Ademar —55 años, camisa cian, pantalón caqui y ojotas— es el encargado de llevar a los turistas y curiosos hasta el borde del precipicio de una caída de hasta 3030 metros, por un camino que él mismo dio forma a punta de pico. Solo cinco cañones en el mundo pueden presumir de una mayor profundidad, y don Ademar vive a pocos minutos a pie en la comunidad de Yumasa, en el municipio de San Lorenzo, Tarija.
Yumasa tiene una población que ronda los 35 habitantes y sufre de la patología propia de las pequeñas comunidades rurales: se ha quedado sin jóvenes. Solo don Ademar y uno más se salvan de ser miembros del club de la tercera edad. Al cumplir los 12, los adolescentes migran a la ciudad, a Santa Cruz o, incluso, a Argentina. El mismo don Ademar lo hizo en su juventud.
«Los jóvenes se van a la ciudad a sus doce años. Solo somos dos que tenemos menos de 60 años».
Para vivir en una pequeña comunidad sin caminos asfaltados, señalización, señal telefónica y demás servicios básicos, don Ademár es un adelantado a su contexto. Sueña con una ruta turística que muestre al mundo ese tesoro escondido que no se cansa de ver, tiene la meta de cambiar su caballo por una moto y domina anglicismos y neologismos como drone, camping o el whatsapp.
Se trata de un hombre que, como todos en Yumasa, vive de su cosecha, pero sus grandes sueños y sabiduría popular lo distinguen. Frases como: “Hay que caer y lenvatarse, como decía mi abuelo” y “a caballo regalado no se le miran los dientes” —esta luego de recibir unas galletas dulces— son usadas para amenizar la caminata.
Años atrás, don Ademar hizo las gestiones necesarias y le pidió al entonces postulante a alcalde de San Lorenzo, Asunción Ramos Mami, que se trabaje un proyecto serio para elevar al cañón de estadística mundial a atractivo turístico. Pero hoy siguen sin existir las señales que dirijan a los conductores a Yumasa. Es un camino desierto solo recorrido por trasporte público una vez a la semana. La única forma de llegar al cañón, por el lado de Tarija, es contratando alguno de los escasos servicios turísticos que llegan a la zona.

Cansado de ser ignorado por las autoridades, don Ademar, junto a un par de pobladores, dio forma con su pico a un camino que solo puede ser recorrido a pie o a caballo. Esa caminata de media hora conecta Yumasa con el Cañón del Pilaya. También hay algunas paradas en medio.
Una de ellas es ansiada por don Ademar, promete un manantial cuya agua brota de las piedras.
— Es agüita para curarse del amor. La gente viene para curarse —dice el guía.
Pero parece que es en extremo efectiva y la agüita ya no tiene pacientes, porque ningún efluvio corre por el lugar señalado. Don Ademar aprovecha la desilusión para comentar cómo la falta de lluvias a trastocado todo en Yumasa, donde los comunarios viven de sus sembradíos.
También explica que, aunque para mediados de marzo la mayoría de las flores suelen secarse, las lluvias que llegaron tarde son la razón de que las oscuras flores del yaconcillo se luzcan. En el total aislamiento de la civilización, los yumaseños —al igual que las comunidades cercanas— dependen solo de la fuerza de su espalda y de la buena voluntad del clima.
Actualmente existen planes para llevar la civilización hasta esa parte del mundo aún sin internet ni alcantarillado. El proyecto hidroeléctrico El Carrizal lo promete, así como arrastrar a más turistas. Sin embargo, don Ademar y los suyos poco saben al respecto. No han recibido información sobre el proyecto ni sobre el impacto ambiental de él.
Aunque todo lo que implique un mayor flujo de personas sea una buena noticia para don Ademar, la llegada de turistas cobra un precio que inicia por corromper el virginal paisaje del cañón, cuya única intervención humana hasta el momento viene del pico de su mayor fan.
— Ya casi estamos —dice don Ademar y apunta a una planicie con hierba crecida.
Al frente el paisaje parece un cuadro cuyo autor ha dedicado años y años a pincelar cada nube, cada piedra, cada planta y el flujo de agua. Un río de agua turbia y café se extiende serpenteante custodiado por inmensas masas de tierra.

— ¿Ven las piedritas del río? —pregunta don Ademar—, son del tamaño de una casa de dos pisos.
Y es que la perspectiva es engañosa. Entre los pies de don Ademar y las aguas del río hay una distancia vertical de tres kilómetros, lo que equivale a tres veces y media la altura del Burj Khalifa, el edificio más alto del mundo, o nueve torres Eiffel, una sobre la otra.
Desde esa posición, en la que se siente el rey del mundo, cuenta historias —algunas comprobadas y otras no— sobre tesoros escondidos de oro macizo, cementerios prehispánicos y la vez en que un aventurero se extravió por días y él fue parte del grupo de búsqueda y rescate.
El paisaje engaña por la irrealidad de su magnitud. Es sencillo olvidar que se está a un resbalón de conocer el río de cerca o que en cualquier momento aparece un cóndor que puede confundir a sus presas habituales.

A pesar de ser especies en peligro de extinción, don Ademar ha visto a más cóndores y osos jukumaris, que turistas. Ya sea por la pasión que le tiene a su oficio de guía turístico, a una memoria prodigiosa o a la escasez de éstos, se sabe de memoria los nombres de los turistas de los últimos años. Habla con el fotógrafo al ritmo de “La señora Adriana, pariente de la joven Catalina y el señor Gerardo, que vinieron el mes de …”.
La gente a la que don Ademar ha guiado hace su trabajo y deciden regresar. El zumbido del dron altera al caballo cada vez que pasa cerca, y don Ademar opina que “un caballo te lleva aunque estés borracho, una vagoneta no”. Nadie le pregunta por qué quiere cambiarlo por una moto.
Durante el camino de vuelta, don Ademar pide a los visitantes que le cuenten al mundo de su cañón, que hay que llevar gente y motivar el turismo. Es, de cierta manera, la única salvación de una comunidad con una edad promedio cercana a la esperanza de vida de los bolivianos, 72 años según la Organización Panamericana de la Salud.
El guía turístico cobra los Bs 100 por su servicio, cobro que empezó por consejo de los propios y pocos turistas, ya que antes lo hacía gratis. Ahora cobra esa cantidad fija sin importar el número de personas.
Don Ademar despide a los turistas sin saber cuándo llegarán los siguientes.
Super interesante, me enganchó desde la primera oración y me dejó con ganas de ir a visitar el cañón, pero sobre todo, conocer a don Ademar ????.