Salimos de San Lorenzo luego de realizar la cobertura para una futura publicación. Diego guarda la cámara, el dron y se sienta al volante. Jesús va de copiloto y yo, atrás.
Partimos rumbo a Iscayachi, localidad del altiplano tarijeño que alguna vez fue parada obligatoria para flotas y vehículos con rumbo a Tarija. Sin embargo, luego de la inauguración del camino de Falda la Queñua, el pueblo quedó aparentemente en el olvido y la desolación, lejos ya de esos años en los que sus hoteles y restaurantes se llenaban de pasajeros que tomaban fuerza para atravesar el último tramo.
Duermo toda la subida, mientras Jesús y Diego charlan de algo inentendible a mis oídos. Son cerca de las 9:40 de la mañana del miércoles 15 de noviembre y el sol aún no calienta el entorno a su máxima expresión. Hace algunas semanas, en este mismo camino, un auto se desbarrancó y dejó un saldo de dos jóvenes fallecidos. Pero cierro los ojos tranquilo, pues Diego ha manejado sobre este asfalto durante los últimos años, más de lo que puede contar.
Despierto luego del túnel. El tema que acapara la conversación trata de los abuelitos y ancestros cuyas formas de pensar nos resultan ajenas e incomprensibles. Y es que este viaje, de una manera u otra, de forma consciente o inconsciente, trata sobre el recuerdo de aquello que alguna vez fue y nunca más será. Tras un par de anécdotas y sarcasmos, llegamos. “Bienvenidos a Iscayachi, compañeros”, ironiza Diego.
La paleta de Iscayachi versa sobre tonos tierra, ladrillo y largas filas de verde, correspondientes a las plantaciones. Nos encontramos, pues, junto a personas que viven de lo que siembran. Paramos en la salida al camino antiguo y bajamos para que Diego tome fotos. El sol acaricia la piel con su calor, pero el viento es más fuerte y cubre el cuerpo con un frescor más frío, que agradable.
Continuamos la charla sobre lo antiguo, mientras estamos parados en un puente construido en 1956. Tiene 40 metros de largo y una baranda destrozada por un accidente hace quién sabe cuánto. Abajo, en un muro que parece inmune al paso del tiempo, se lee: “Construido por Bat. Chorolque 1 de Ing. Agosto, 1956 – marzo, 1957”. Jesús recuerda el camino viejo y sus inclemencias, y Diego, las anécdotas de su mamá, quien lo transitaba más de lo que quería. Decidimos ir a la plaza para tomar algunos clips con el dron.
De camino al centro de Iscayachi me acuerdo de una señora que hace unos meses nos regaló ajos cuando estábamos de paso. Diego no recuerda cuál era su puerta. Entonces llamo a quien nos la presentó. Del otro lado del celular, Herbert dice: “Doña María Luisa, ya te paso su contacto”. Y así es, llega vía WhatsApp de inmediato. La señora no tiene idea de quién la llama, pero al escuchar el nombre del amigo en común se alegra y dice: “Estoy con mis cultivos, deme cinco minutos y me busca en la puerta roja”. Seguimos hacia la plaza.
Durante la gobernanza del Virrey Toledo, entre 1569 y 1581, se determinó que la nueva organización demográfica del Virreinato del Perú se basaría en las “reducciones”. Se trata de un modelo que ubica a la plaza en medio, rodeada por la iglesia, la cárcel, la casa del corregidor y demás edificaciones de relevancia. Si bien la plaza de Iscayachi sí tiene una iglesia al frente, esta es triangular, en contraste con la mayoría de las plazas heredadas de la época colonial, y está rodeada por un taller mecánico, tiendas de abarrotes y hoteles abandonados.
Los caminos determinan la historia de este pueblo y la disposición de su plaza. No es casualidad que una bifurcación de la Ruta Nacional 1 pase por uno de sus lados, mientras que la empolvada Ruta Nacional Iscayachi 1 nace en el vértice opuesto. Nos sentamos en el centro, frente a una estatua del “Moto” Méndez y comentamos algunas versiones alternativas a la historia oficial. Diego vuela el dron, que emite un sonido parecido al de un moscardón zumbando el oído, pero más fuerte. Algunos curiosos miran desde lejos.
Los caminos determinan la historia de este pueblo
Recibimos la confirmación de doña María Luisa y vamos a su casa, que está sobre el camino viejo, entre la plaza triangular y el puente sexagenario. La reconocemos porque es la única en la calle. Nos saluda con cariño y dos besos a cada uno. A Diego y a mí solo nos vio por minutos una noche de junio, a Jesús nunca. Pero nos trata como amigos de toda la vida. “Qué bien que han venido. Por qué no está el joven Herbert. Espérenme, les voy a traer nueces”, dice emocionada.
Lamenta no tener ajo, pero nos invita a volver en diciembre “a comer cangrejitos y esta vez sí llevarse ajos”, y nos da una bolsa de nueces por persona. No recibe dinero a cambio. “No me ofenda”, dice. Jesús aprovecha para preguntarle por la situación del pueblo y la respuesta es inesperada.
La ruta de Falda la Queñua es la que privó a Iscayachi de toda la afluencia de viajeros, gente que de una u otra forma paraba en el pueblito a recargar energías y comer un plato de sopa antes del último tramo hasta Tarija. A partir de 2012 el pueblo dejó de ver el flujo de motorizados habitual en sus pocas calles. Si bien los hoteles cerraron y los comerciantes migraron a otras zonas, para María Luisa no son malas noticias.
“Ahora ha vuelto a ser seguro. El otro día dejé mi bicicleta ahí, en la vereda, y al día siguiente seguía ahí. El pueblo ha vuelto a ser seguro y ha vuelto la paz”, afirma y añade, “al menos para los agricultores, el nuevo camino es una buena noticia, porque todo es tranquilo, seguro y nosotros no dependemos de la gente que viene”, dice. Pero también muestra la otra cara de la moneda. Señala hasta tres casa vecinas cuyos habitantes ya no están más, se fueron. Le pregunto en tono de broma si me puedo quedar con una casa y responde: “Puede comprarla por unos 3 000 dólares y tiene todo: servicios básicos y fibra óptica para el internet”.
«El pueblo ha vuelto a ser seguro y ha vuelto la paz, al menos para los agricultores, el nuevo camino es una buena noticia»
Luego señala un hotel a pocas casas de distancia. Alguna vez, según dice, las flotas paraban ahí y la fila llegaba hasta el puente donde paramos al inicio de este viaje, serían por lo menos 800 metros de gente que espera comer algo antes de llegar a Tarija. Y vuelve a decir que “el nuevo camino ha sido una mala noticia para algunos, pero no para nosotros, los agricultores”.
Luego pasa algo inesperado. Diego habla del camino antiguo y de cómo su mamá lo recorría seguido. Doña María Luisa pregunta el nombre y resulta que conoce a la madre de Diego. No solo la ubica, sino que le guarda cariño y respeto. Recuerda algunos episodios con ella y nos despedimos bajo la promesa de volver en unos meses.
Lo siguiente es una rápida comida antes de retornar a la ciudad; el lugar, un comedor dentro de cuatro paredes. Jesús y Diego piden sopa para cada uno y una soda nacional. En la televisión suena Maroyu. La conversación versa ahora sobre la otra gran pérdida para el pueblo. Y es que, años antes, la labor social de la cementera en el municipio de El Puente extendía su trabajo hasta Iscayachi. Las actividades realizadas quedaron en el olvido con el cambio de dueños y accionistas en 2014, motivo por el que la madre de nuestro conductor y fotógrafo dejó de viajar.
Iscayachi es hoy un nombre cuyo eco resuena en la mente de quien pasó llegando a Tarija o yéndose. Pero este no suena más en los oídos de los jóvenes viajantes que ya no tienen ni la obligación ni la necesidad de un descanso en el altiplano tarijeño. Aunque la idea general relaciona a Iscayachi con el abandono y la decadencia, la paz que vive el pueblo es el saldo de un sacrificio obligado en nombre de viajes más cortos y seguros.
¿La paz y la tranquilidad valen la pena por la pérdida de turistas y pobladores? Solo quienes aún transitan esa plaza triangular pueden decirlo.
Muy buen viaje. Y para ir en auto en un Toyota Corolla, desde tarija a Yunchara por el camino viejo. como la ves? Gracias