Ya son treinta y cinco años que Teresa Encinas Vilca deleita a sus clientes con sus costillitas de chancho; quince de ellos en un mítico local que hace poco tuvo que abandonar a causa de la pandemia por el coronavirus.
Su comida es conocida por cientos de personas en la ciudad de Tarija. Sin embargo, pocos saben que sus aspiraciones y sueños de juventud apuntaban a un camino muy distinto al de la cocina. El diseño, la confección y la costura, eran lo que ella quería para su vida.
Ahora, con sesenta y cinco años, “doña Tere” recuerda sus inicios y la trayectoria que empezó a sus treinta años, cuando se sentó por primera vez en la esquina de las calles 15 de Abril y Ballivián, donde vendió sus primeros platos para contribuir a la economía de su familia.
“Aprendí poquito a poquito. Nadie me enseñó a cocinar”, recuerda remontándose a los inicios del negocios, cuando vendía pocos platos y aún le faltaba práctica. En ese puesto, tenía una sola banquita para que se sienten a comer sus primeros clientes.
Llegaba a su improvisado local alrededor de las 14:00, a veces con la compañía de algún familiar que la ayudaba allevar el brasero, la olla y la banca. Sus clientes, que se escapaban del trabajo para probar su comida, iban rotando en la banquita que Tere recuerda con nostalgia. La oportunidad de pedir un plato de costillas se acababa a las 17:00, cuando terminaba de venderlas.
Para Manuel Durán Savedra, cliente de “doña Tere” desde entonces, parte de su éxito se debe a la ubicación de ese primer puesto.
“Ha sido una ubicación estratégica. La ha favorecido muchísimo que –las oficinas de- Setar hayan estado ahí, cerca del mercado La Paz (hoy El Molino). Era una zona muy concurrida, todo el mundo pasaba y se antojaba”.
Manuel la conoció un día que caminaba “por ahí” con su esposa. “Estaba pasando con mi mujer, vimos su chancho y nos animamos a comer, desde entonces, ya íbamos con amigos y la conocemos a la Tere”, relata casi relamiéndose con el recuerdo de un buen chicharrón.
Para este asiduo cliente, la calidad de su comida se mantiene , pues “vende el mismo chancho que cuando empezó”.
Teresa evoca las imágenes del pasado como buenas memorias. Memorias de un puesto con clientes a los que quisiera atender ahora y siempre; y lamenta que el contexto de sus últimos años de trabajo la mantenga alejada de esas personas que antes veía a diario.
A pesar de que le cuesta pensar que en unos años tendrá que dejar su trabajo, tiene el consuelo de que será su hijo, Javier, quien continúe con el local que ella mantuvo durante más de la mitad de su vida.
Con orgullo dice que él “cocina bien y sabe mis secretos”, por lo que está tranquila de cara al futuro. Si fuera por ella, no dejaría la cocina ni a sus clientes, “pero ya estoy mayor», confiesa.
Fue precisamente cuando Javier Gallardo tenía alrededor de diez años, que su madre se lanzó al mundo de la cocina.
A lo largo de su vida la ha ayudado numerosas veces a montar el puesto, primero; recogiéndola de casa y ayudándola a trasladarse, después; y ahora, cocinando a su lado.
Javier está seguro de continuar con el legado de “doña Tere”, “por la tradición” como afirma, y porque al ponerse junto a las ollas, su madre estará a su lado apoyándolo como él lo hace con ella desde su niñez. “Hemos hablado de eso y ella me dice: ‘Yo te voy a apoyar’”, cuenta el joven.
Pero él no es el único hijo. Teresa es madre de tres, fruto de un matrimonio que empezó a sus quince años y terminó poco antes de los cuarenta, cuando ya tenía un lugar consolidado entre los locales populares de la ciudad.
Sus hijos ya no viven con ella; sin embargo, no está sola. Desde hace cinco años tiene una pareja de su misma edad y viven juntos. Aún así, Javier igual la acompaña y pasa las mañanas cocinando con ella.
Su hija sigue sus pasos también, tiene su propio local “vende lo mismo, chanchito, chicharrón”, dice “doña Tere”.
Las cosas han ido cambiando con el paso del tiempo y su lugar físico no ha quedado exento. La esquina donde se la conoció en sus inicios, no fue permanente. Cuando la clientela subió, se mudó a un nuevo local “más arriba” en la calle Ballivián, donde tenía cuatro o cinco mesas. Ese sitio tampoco sería el definitivo, dado que se volvió a mudar. Aunque sobre la misma calle, esta vez se instaló junto a Prosalud. Para entonces, las mesas y sillas ya se las auspiciaba Cascada, además de darle un refrigerador para las gaseosas.
Tras la nueva mudanza, no se imaginó que tendría que cambiar de local una vez más, ahora en la calle Saracho frente al colegio San Luis. Sería ahí donde pasaría quince años trabajando rodeada de gente y apoyada por tres empleados.
Javier recuerda bien ese local “era una sala de unos once por cinco metros, más o menos. Tenía unas diez mesas con cuatro sillas cada una, pero los viernes no daba abasto, había que aumentar hasta siete mesas juntándolas”.
Además, recuerda el lugar de su madre en la entrada, junto con sus ollas, conociendo y reconociendo a cuanto cliente pasaba por la puerta.
Ahora únicamente su hijo la ayuda a cocinar para los servicios de entrega o delivery, pero no se olvida de los empleados con los que trabajó tantos años y dejó de ver hace cuatro meses.
Tere dice que no los ve solo como trabajadores. “Se sientan en la misma mesa conmigo, son como mis hijos”, dice al recordarlos.
A pesar del afecto que hace entrever, afirma que “siempre” tiene que poner orden.
“Me gusta atender bien, soy exigente”. Javier lo confirma. “Es buena, pero estricta. Le gustan las cosas bien”.
Los clientes asistieron sin falta los quince años que estuvo en la calle Saracho, pero esa continuidad se vio afectada hace poco por el mal que pasó a cambiar todo: la pandemia.
Fueron como tres meses sin poder vender sus costillitas y chicarrón de toda la vida; tres meses que no solo le afectaron en el negocio, sino también en lo personal.
“Estaba nerviosa, tomando mates para los nervios”, dice. Además, extrañaba las visitas de sus amigas y comadres, y, por supuesto, a los clientes que siempre la rodeaban.“Toda la vida estuve con gente”.
Javier también sabe que ese fue un golpe para su madre. “Esa era su vida, charlaba con la gente… la conocía”, revela.
El otro problema que le presentó la cuarentena fue el ocio, el aburrimiento.
“Cosía y me distraía caminando en el jardín”, confiesa.
Tere combatió la inactividad llenando el tiempo con ese sueño de la juventud: la costura y confección. A pesar de no dedicarse enteramente a ello, jamás abandonó la pasión por enhebrar las agujas y dar forma a las telas.
“Yo confecciono mi propia ropa. Pasé cursos y es mi hobby”. Ese pasatiempo no pasó desapercibido para sus hijos, ya que Javier dice que aprendió a coser solo observándola, así como a cocinar. “Todo lo que sé, lo aprendí viéndola”, agrega.
“Por suerte tengo una casa grande”, dice Tere, pues para matar el aburrimiento también se pone a caminar por su patio.
Hace veinte años emprendió la construcción de su casa en el barrio Tabladita, con el dinero generado por el chicharrón y costillitas.
La nueva realidad
Impulsada por la nueva realidad, aquella amplia casa en la que vive, también se ha vuelto su lugar de trabajo. Un mes ya que “doña Tere” se aventuró a continuar haciendo lo de siempre, pero de manera distinta.
Los clientes ya no compran por el antojo del olor cuando están de paso, sino que ahora hay que convencerlos a través de internet que hagan su pedido, y enviar el plato, si es en la mañana, o que lo recojan de su casa.
Su hija le hizo un anuncio digital para que sus “fieles” clientes no se olviden de las costillitas realizadas por “doña Tere”.
Este tradicional restaurante se subió a la nube digital para promocionarse en las redes sociales, con un servicio de entrega a cargo de la propia familia.
Sin embargo, tuvo que dejar definitivamente el local de la calle Saracho. Dice que “jamás” pensó en irse.
“Me ha dado pena, me llevaba bien con los dueños, eran mis compadres”. Por todo el tiempo que ocupó ese lugar -quince años-, y la relación con sus compadres, nunca le pasó por la mente la idea de tener que dejarlo.
Tere dispone de un ambiente en su domicilio al que trasladó su trabajo, aunque en un principio estaba destinado para una tienda u otro emprendimiento, ahora lo usa para vender desde ahí el chicharrón.
Javier la ayuda a cocinar cada mañana. “El trabajo es pesado, necesita ayuda, ya está mayor”, dice, además de resaltar la incertidumbre que genera el contexto de la pandemia a la hora de pensar en el futuro del negocio familiar.
“No hay ideas, no hay una disposición exacta”. Pero, a pesar de lo incierto, es seguro que continuarán con el chicharrón y las costillitas como hicieron por treinta y cinco años
Treinta y cinco años atrás ya, cuando “doña Tere” se sentó en la calle a vender por primera vez; años de lealtad por parte de sus clientes también, a quienes vio crecer, no solo en cantidad, sino en longevidad.
Javier cuenta como clientes infantiles de los primeros años en aquella esquinita volvieron tiempo después a decirle: “doña Tere ¿se acordará de mí no? Mire, le presento a mi familia”.
Las mesas metálicas y aquellas sillas de plástico siempre ocupadas, son cambiadas ahora por el servicio “puerta a puerta” en un periodo en el que la adaptación es parte de la supervivencia…lo que no cambia, es el sabor que se arrastra por más de tres décadas.