Editor: Jesús Vargas Villena
Comic: Glenda Flores Roman
Perseguido. Josué salió con una pequeña mochila a cuestas sin saber si habría retorno o no, pero había que hacerlo; su vida y la de los suyos estaba en riesgo.
Acarigua ya no es la misma ciudad de hace 17 años, aquella atractiva urbe del estado de Portuguesa en Venezuela, perdió el encanto que la llevó a ser uno de los polos del desarrollo de ese país con modernos centros comerciales, universidades y espacios de esparcimiento.
“Las calles ahora están vacías”, revela Josué, antes de iniciar a relatar la travesía de su historia, una que se prolonga ya por dos años.
A 5698 kilómetros de Acarigua, en octubre de 2020, Josué se encuentra en un pequeño hospedaje en la ciudad de Tarija, al sur de Bolivia, aún incrédulo por todo lo que tuvo que caminar hasta ahora.
Josué dejó las botas militares el 2013, decisión que lo llevaría a salir definitivamente de su Venezuela natal. La determinación le costaría caro, pues su propia vida y la de los suyos entraría en juego.
“Yo pertenecía a un grupo de las Fuerzas Armadas, era funcionario de la Guardia Nacional”, recuerda el hombre de 33 años, piel canela y ojos intensos, como el ron bien cargado.
Si bien la vida militar era relativamente cómoda en comparación con otros sectores sociales, Josué no se sentía tranquilo con lo que veía, pero especialmente con lo que pasaba.
“Nos daban órdenes de reprimir a las manifestaciones, no teníamos la libertad de tomar la decisión si debíamos actuar de manera pacífica o con violencia; eso lo decidían ellos”, lamenta.
La orden siempre era la misma: reprimir con violencia.
La situación hizo que pensara en pedir su baja; sin embargo, esa no era una opción válida en las Fuerzas Armadas de Venezuela. “Todo tipo de deserción era considerada como traición a la patria”, explica Josué, quien estuvo dos años solicitando la baja sin obtener la respuesta esperada.
Su boleto de salida de la institución llegó cargado de dolor. Durante el 2013, en medio de las represiones que vivió su país aquel año, una bala perdida lo hirió cerca del fémur. Las acciones del Gobierno Nacional esta vez lo favorecerían.
Según la ley venezolana, el Gobierno debe cubrir el seguro médico de sus funcionarios, en este caso, para evitar esa responsabilidad, accedieron a darle su baja.
“La acepté obviamente, lo que quería era salir de ahí”, confiesa al admitir que prefirió dejar de lado el seguro médico a cambio de obtener la baja médica, sin que se le culpe o inicie proceso por “traición a la patria”.
Apenas empezaba a acomodarse a la vida civil, cuando en el 2014 recibió un correo que le erizó la piel: la Guardia Nacional lo convocaban a reintegrarse. Con cartas, correos y llamadas, solicitaban que se presentara en el circuito más cercano. Ante la falta de respuesta de Josué, las solicitudes pasaron a ser personales.
“Yo tuve que sufrir la pérdida de dos familiares por la escasez de medicamentos y un primo pequeño por falta de alimento”
Josue
La Guardia Nacional le había realizado seguimiento, constatando que ya se había recuperado de la lesión que tenía, por lo que estaba apto para reasumir funciones en las milicias. No había excusa.
Josué tuvo que presentarse y fue ahí que se armó de valor e hizo valer su baja médica, ganando tiempo a su favor.
La calma duraría poco, la presión volvería a tocar a su puerta. El nuevo llamado a reincorporarse tuvo lugar cuando el ex policía Óscar Pérez, lideraba un movimiento subversivo en contra del Gobierno de Nicolás Maduro Moros.
Por esta situación, convocaron a personal activo e inactivo a presentarse para formar parte de la guardia de los ministros, especialmente de Defensa.
Pérez murió el 15 de enero de 2018, a los 36 años, en medio del asalto de las fuerzas armadas en la operación “Gedeón” en las afueras de Caracas. “A él lo asesinaron”, asegura Josué.
Tras este episodio, las presiones se hicieron más fuertes. “Amenazaron a mi familia, les dijeron que la deserción era traición a la Patria”.
Con los primeros arrestos a los militares que habían pedido la baja, Josué decidió dar el siguiente paso y salir del país, en un viaje largo, pero en el que no lo acompañarían las botas militares.
“En ese caso no fue muy difícil la determinación, porque ya estaba la crisis de alimentos, los productos de la cesta básica escaseaban, y desde ese punto, todo fue decayendo de una forma rápida”, recuerda.
Su vida se redujo a una mochila, tres mudas de ropa y algunos ahorros para salir de casa, sin pasaje de retorno. Salió solo, sin tiempo. De hecho, el tiempo era lo único que lo separaba de los barrotes o quién sabe qué.
En Acarigua, Josué no solo dejaba su casa y demás proyectos, sino que ahí quedaba su pequeño, que en ese entonces tenía apenas tres años.
La salida imprevista se debía a que ya habían iniciado los arrestos a los “desertores”. Aquel camino desde su casa a la frontera, para Josué, pasó en cámara lenta.
“Hasta llegar a la frontera fue como vivir un nervio, una especie de película”. Mientras recuerda, cambia el semblante de su rostro.
Para su fortuna, en la frontera le sellaron el pasaporte, no hubo mayores problemas, ni apareció en el sistema.
Aunque más que suerte, esta situación tiene una explicación. En realidad las persecuciones dentro de los cuerpos militares no aparecían en los sistemas oficiales, al ser irregularidades que ponían en jaque su propia Constitución. Nadie sabía lo que estaba sucediendo, y debía permanecer en el anonimato.
Josué logró pasar la frontera con su mochila en la espalda, aquella que además de las tres mudas de ropa, se hacía campo para la esperanza.
Se fue a Colombia, donde lo que conseguía juntar, Josué lo enviaba como remesa a su familia. Pero poco después decidió volver a su ciudad natal por un paso ilegal para sacar a su esposa e hijo, encontrándose con un panorama desolador. “Las calles estaban vacías”, dice con resignación.
Hoy, Josué sabe que su ciudad está peor que cuando la dejó por última vez. La gente come basura. Los niños mueren en los hospitales por desnutrición.
“Yo tuve que sufrir la pérdida de dos familiares por la escasez de medicamentos y un primo pequeño por falta de alimento”, cuenta todavía impresionado, guardándose las ganas de llorar para otro momento.
No pudo traerse a su familia consigo, la persecución hacia él como ex funcionario de la Guardia Nacional Bolivariana era más fuerte y tuvo que salir por otro paso ilegal
La travesía a pie por Sudamérica inició en Colombia, país donde se congrega la mayor cantidad de venezolanos.
“Al ver tanta población venezolana en un país, eso empieza a crear problemas, dificultad de trabajo, con las leyes; por ejemplo, en Migración e Interpol, nos limitan mucho”, confiesa.
Cúcuta, Bucaramanga, Medellín, Cali, Bogotá, Santa Marta y Cartagena son las ciudades que recorrió a pie sin tener mucha suerte y prácticamente sin poder trabajar.
“Caminar y pedir cola (hacer dedo) para llegar a un mejor lugar”, era la consigna en estas caminatas de ciudad en ciudad.
Ante el complejo panorama, decidió seguir su camino por Ecuador, pero se encontró con un contexto casi similar. Pasó por Tulcán, Guayaquil, Quito, Santa Elena y Quevedo, sin lograr tener un empleo estable pese a sus intentos.
Siguió su camino por Perú, donde conseguiría un trabajo en una empresa de transporte de carga que le permitía ayudar a su familia, pero cuando parecía que Josué se estabilizaba en ese país, aparecían más sorpresas. Su jefe había sido sancionado por contratar a una persona extranjera que se encuentra de manera ilegal, poniendo así fin a su trabajo y su estadía en Perú.
Otra vez la caminata. Esta vez partió rumbo a Chile, donde estuvo por corto tiempo y de ahí emprendió rumbo a una nueva frontera.
Tierra de nadie
Llegó junto a otros venezolanos que había conocido en el camino al límite entre Perú y Bolivia, donde las puertas de ambos lados se les cerraron, quedando en un limbo en el que no les permitían ingresar a Bolivia ni regresar a Perú. Estaban en tierra de nadie. Una tierra donde además, nadie les decía nada, nadie quería saber nada. Reinaba el silencio y el desconocimiento.
Finalmente, las autoridades bolivianas “se compadecieron”, según relata Josué, dejándolos pasar con la condición de que se presentaran en La Paz ante las autoridades competentes. Era febrero de 2019.
“Hicieron una carta de la forma en que ellos manejan las leyes y nos presentamos en La Paz”.
Ya en la Sede de Gobierno, hizo la solicitud de refugio con el apoyo de Caritas dirigida a la Comisión Nacional del Refugiado (Conare).
Aunque la salida de Josué de Venezuela fue en medio de una situación que visiblemente lo ponía en necesidad de la protección de refugio, él desconocía el procedimiento para hacer la solicitud en frontera. Mientras, en las oficinas migratorias de Desaguadero, nadie estaba dispuesto a recibirle la solicitud.
Para Henry Viscafé, asesor legal de fundación Munasim Kullakita, una de las organizaciones que trabaja brindando apoyo legal y psicosocial a migrantes venezolanos en Bolivia, uno de los problemas radica en que tanto quienes ingresan al país, como los funcionarios que los reciben, desconocen los procedimientos, especialmente cuando se trata refugio. Esto lleva a que se vulneren sus derechos desde el momento que ponen un pie en el país.
Pese a que la solicitud de refugio se puede hacer en cualquier frontera del país, e inclusive de forma verbal, los funcionarios le pedían a Josué una carta de solicitud para recién permitirle el acceso, lo cual, según Viscafé, es “totalmente ilegal”.
Según la Ley 251 de Protección a Personas Refugiadas, una vez expresada la intención de recibir refugio, por el principio de no devolución, el funcionario de migración tiene la obligación de permitir el acceso. En Desaguadero no lo hacían.
Ante el aumento “significativo” de la población de interés y en particular las nuevas solicitudes de asilo, a partir de 2019 la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), amplió su capacidad operativa en el país.
Según explica Stephanie Rabi, asistente de comunicación de la Acnur, lo hicieron “mediante acuerdos con nuevos socios, a fin de brindar asistencia y protección no sólo en las principales ciudades como La Paz y Santa Cruz de la Sierra, sino también en la frontera, con la implementación de un Punto de Atención y Orientación (PAO) en Desaguadero”.
En 2019, cuando Josué llegó al país e inició el trámite de refugio en la ciudad de La Paz, era el partido de Evo Morales, aliado de Nicolás Maduro en el continente, quien se encontraba en el poder. Hasta aquel entonces, Bolivia refugiaba a 57 personas venezolanas, 27 mujeres y 30 hombres. Solo en 2019, el país había recibido 428 solicitudes de refugio por parte de ciudadanos venezolanos, de las 848 que recibió entre las diferentes nacionalidades.
Hasta 2019, Bolivia había concedido el refugio a 57 ciudadanos venezolanos.
Entre las solicitudes presentadas aquel año, se encontraba la de Josué que, al igual que otros, cumplía con todos los requisitos para recibir el refugio, pero a quien, como a muchos otros, mantenían en vilo, sin respuesta alguna.
Durante los 14 años que Morales ocupó la presidencia, entre 2005 y 2019, su gobierno evitó cautelosamente emitir comentarios sobre la crisis humanitaria en Venezuela, evitando también participar en bloques como el denominado Grupo de Lima, debido a su “afinidad política” con el mandatario venezolano, según señala la prensa internacional.
Si bien el entonces presidente Evo Morales declaró en reiteradas oportunidades que Bolivia recibía con los brazos abiertos a los migrantes venezolanos, al tiempo que no se expresaba en contra de los refugiados, las solicitudes que hacían estos últimos para acceder al estatus, no prosperaban.
El responsable de la Unidad de Movilidad Humana de la Defensoría del Pueblo, Aldo Cortés Millar, así como el abogado Henry Viscafé, confirman que las solicitudes “directamente no se procesaban”. Aquello, significaba desconocer las leyes internas sobre refugio, así como los tratados internacionales a los que Bolivia pertenece y que garantizan el refugio a quienes lo necesitan.
“Hasta el año pasado, entre noviembre y diciembre, incluso hasta enero de este año, no se había dado ninguna resolución de condición de refugiado”, explica el abogado, “prácticamente les negaban”, agrega. Viscafé detalla que fue recién durante el Gobierno transitorio de Jeanine Añez Chávez, con una visión contraria a la de su antecesor, que la Comisión Nacional de Refugiados (Conare) empezó a recibir y aprobar más solicitudes.
“Yo tengo trámites de cerca de 20 personas que ya tienen la condición de refugiado”, dice el abogado con satisfacción.
Aldo Cortes Millar, desde su oficina en la Unidad de Movilidad Humana de la Defensoría del Pueblo en la ciudad de La Paz, asegura que este 2020 ha habido una cantidad importante de solicitudes aprobadas, en relación a años anteriores. “En la anterior gestión directamente no se admitían solicitudes de refugio… según el criterio que aplicaba la Conare, no había causal de refugio”, explica.
Este 2020, entre enero y junio, se aprobaron 176 solicitudes de refugio de solicitantes de nacionalidad venezolana, según informa la asistente de comunicación de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), Stephanie Rabi. Solo en el primer semestre de 2020, se ha triplicado el número de refugiados de nacionalidad venezolana reconocidos por el país.
Además, según datos oficiales proporcionados por las autoridades de la Acnur, entre enero y junio de este año han recibido 683 nuevas solicitudes para acceder a la condición de refugiado de personas de nacionalidad venezolana, lo que representa un ascenso de un 113% en las solicitudes en relación al mismo período de 2019. Aquellos datos se encuentran también en su informe estadístico de mediados de 2020.
El giro de la política de refugiados se habría dado durante el Gobierno transitorio, cuando Bolivia confirmó su ingreso al Grupo de Lima el 22 de diciembre de 2019, sumándose así a la lista de países que hacen seguimiento y buscan una solución pacífica a la crisis en Venezuela.
Aunque el cambio en la política de refugiados había sido notorio, Bolivia tampoco se había convertido en el paraíso de los migrantes, pues el propio Josué asegura que las autoridades migratorias los persiguieron, acosaron en las calles y vulneraron sus derechos, tanto en el gobierno de Añez como en el de Morales.
Otra cosa de la que Josué está seguro, es de que la coyuntura en la que llegó al país le jugó en contra. Llegó en un tiempo en el que las solicitudes no se recibían y no se procesaban, según explican las organizaciones que trabajan en la materia y según dan testimonio quienes enviaron sus solicitudes en aquel entonces.
De acuerdo a la Ley 251, una vez recibido el trámite de solicitud de refugio en la Conare, ésta otorga una permanencia temporal de hasta 60 días a los solicitantes. En ese mismo periodo de tiempo, la institución deberá procesar la solicitud y aprobarla o rechazarla.
Ha pasado más de un año y medio desde que Josué ingresó su solicitud. Hasta la fecha, no ha recibido respuesta alguna sobre la misma, lo que lo deja no sólo desprotegido, sino vulnerable ante su permanencia irregular en el país.
¿Se perdió?, ¿se traspapeló?, ¿no la procesaron?, ¿la rechazaron? Esas son algunas de las preguntas que quedan en el aire para él.
Por ley, la instancia a través de la cual se tramitan las solicitudes de refugio, es la Comisión Nacional de Refugiados (Conare), cuyas oficinas se encuentran en la ciudad de La Paz. Para Aldo Cortés, responsable de la Unidad de Movilidad Humana, esto es un problema.
Para quienes por uno u otro motivo deciden abandonar la ciudad de La Paz, hacer seguimiento o ingresar una solicitud desde otra ciudad, es inviable.
De momento, su situación continúa siendo irregular. “Cada vez me detienen los de Migración o Interpol; entiendo el trabajo de ellos y lo respeto de verdad, pero yo también tengo que hacer mi parte”, se sincera. Vive con el miedo de ser llevado a la fuerza hacia la frontera, como le sucedió a otros compatriotas suyos.
Pese a todo, en Tarija asegura haber encontrado la estabilidad que buscaba: algo tan simple como tener un lugar al que llegar, una cama donde dormir y buscar un trabajo con más tranquilidad; sin el estrés de dormir en la calle.
Ha hecho una rutina y sus amigos son su nueva familia. Compra tequeños a Carlos, comparte bromas con Mónica y mira con ternura a los niños que rodean los lugares que frecuenta, recordando a su hijo de ahora 6 años, en un viaje que lo ha llevado por cuatro países y miles de kilómetros, pero con quien espera reencontrarse una vez que halle una vía para regularizar su situación. Eso sí, el reencuentro será en Bolivia.
Un ángel en verde olivo
Carlos y Josué, aparte de compartir la misma nacionalidad, tradiciones, costumbres y el afecto por la textura hojaldrada de aquellos rollitos de queso venezolanos llamados tequeños, comparten una historia marcada por los kilómetros andados y por los segundos que los dejaron sin aliento a lo largo del camino y a ilusión de seguir adelante bajo el manto de la rojo, amarillo y verde.
Carlos ingresó al país por Desaguadero, frontera de Bolivia con Perú, acompañado de su esposa y sus dos hijos. Como no contaban con todos los documentos que les pedían para el ingreso, la familia tenía temor de no poder pasar al país, afrontando el riesgo de quedar en el limbo de las silenciosas fronteras, como les había pasado a otros, incluido Josué.
Un “ángel” vestido de uniforme, no permitiría aquello. La familia había conocido a un policía que estaba al tanto de su situación y de las dificultades que atravesaban. El hombre, arriesgando su propio puesto laboral, decidió calzarse el uniforme, recoger a la familia en su vehículo personal y ayudarlos a atravesar los controles hasta llegar a la ciudad de La Paz. Aunque la frontera había quedado atrás, en la Sede de Gobierno la batalla por el refugio recién empezaba.
“Te piden evidencias”, cuenta Carlos respecto a la solicitud de refugio que le fue negada por la Comisión Nacional del Refugiado (Conare) en Bolivia.
“¿Cómo una persona que sale escapando de su país, puede presentar pruebas?”, se cuestiona. El responsable de la Unidad de Movilidad Humana de la Defensoría del Pueblo, Aldo Cortés, reconoce que eso es lo más “complicado” del proceso, pero también sabe que hay quienes apelan al refugio como una forma desesperada por regularizar su situación. “Cada caso es particular”, asegura el funcionario.
Carlos solicitó su refugio en octubre de 2019, pero le fue negado. Hizo un segundo intento a principios de 2020 para apelar la determinación, pero no pudo llegar a tiempo a La Paz desde Tarija, por la cuarentena rígida que ya regía en el país debido a la pandemia del coronavirus COVID-19.
Si bien la Conare estableció mecanismos “online” para atender los casos durante la pandemia, el funcionario del Defensor del Pueblo explica que ni ellos sabían que éstos estaban vigentes.
La pandemia y la cuarentena estricta no fueron motivo suficiente para que les ampliaran el plazo, por lo que perdieron su oportunidad de apelación.
“Para ellos tienes que ser perseguido político para obtener el refugio”, se lamenta Carlos.
Para ellos esta calificación es “injusta”, pues no todos sus compatriotas salieron de su país por persecución política, sino por hambre.
De acuerdo a la Declaración de Cartagena, tomando en cuenta la Convención de 1951 y el Protocolo de 1967, “se considera también como refugiados a las personas que han huido de sus países porque su vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por la violencia generalizada, la agresión extranjera, los conflictos internos, la violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público”.
El hambre atentaba contra su vida y la de los suyos. Carlos y su familia también necesitaban refugio, y la Declaración de Cartagena los amparaba.
Al igual que Josué, no obtuvo el refugio, aunque sí pudo conseguir una visa de trabajo en el país gracias a una persona boliviana que hizo de garante para la tramitación del documento; algo que para la mayoría de los migrantes es “imposible”.
“Pudimos sacar una visa accesible de mil y algo”, recuerda con cierta calma.
Además de pagar la visa, debían depositar Bs 600 por cédula en el Servicio General de Identificación Personal (Segip), lo que equivale a 86 dólares por documento. “Ese costo es para que te impriman un plástico”, critica todavía incrédulo.
A Carlos no le termina de cuadrar el por qué los migrantes de otros países del continente que no sean del Mercado Común del Sur (Mercosur) deban pagar por una visa de trabajo con precios que van desde los dos mil hasta los tres mil bolivianos. “Como si viniéramos de Arabia Saudita”, ironiza.
Además, el plazo es corto, pero las exigencias son “bastante” morosas y burocráticas.
“¡Arepa, arepa! ¡Lleve sus ricas arepas!”, ese es el grito de Carlos por las principales calles del centro tarijeño, siempre acompañado por sus dos hijos, uno vestido de Mario Bros y el otro de Luigi, los pequeños saltarines que acompañan a sus padres en esta gran aventura.
A este dinámico grupo se une su esposa, quien se encarga de las finanzas del pequeño negocio callejero. Esta aventura los lleva a miles de kilómetros fuera de casa, pero se mantienen unidos y fuertes con la esperanza de seguir subiendo de niveles en esta carrera por la vida.
Aunque el refugio no fue una posibilidad para Carlos, la esperanza para otros ha aumentado a lo largo de 2020, donde solo hasta junio han aprobado 176 solicitudes a sus compatriotas.
Refugio, pero sin salvación
Sonia lleva poco más de un año en Bolivia, donde vende barbijos y dulces cerca a la iglesia San Francisco de la ciudad de La Paz, uno de los puntos más turísticos de la urbe paceña, aunque por ahora son pocos los turistas que recorren el lugar a causa de la pandemia.
Hambre y miedo: esos fueron los factores decisivos para que emprendiera un viaje de miles de kilómetros hasta Bolivia.
“Patética. No hay qué comer. No hay nada”. Así describe la vida en Venezuela, aunque aclara que no fue solo el hambre lo que la impulsó a dejar su país, sino el temor por su vida; en especial por la de su esposo. Él era perseguido por las autoridades venezolanas por los manejos que realizaba dentro del Comité Local de Abastecimiento y Producción (CLAP) de su localidad; instancia encargada de distribuir y garantizar los alimentos de primera necesidad que subsidia el Estado a precio controlado.
“A mi esposo lo golpearon”, cuenta Sonia.
En medio de detenciones y arrestos a amigos que regalaban las cajas al igual que su esposo, Sonia, Miguel Ángel y sus dos hijos, decidieron salir del país con un rumbo fijo: Bolivia.
El 2019, cuando la familia llegó al país, Evo Morales se encontraba en la presidencia. Aunque sabía que aquello podía ser un inconveniente para solicitar el refugio, porque se lo habían comentado otros compatriotas que habían intentado obtenerlo, los motivaba el hecho de que una prima de su esposo ya se encontraba en el país. La sensación de tener una familia los reconfortaba.
Llegando a la ciudad de La Paz, a 4000 metros sobre el nivel del mar la brisa fresca de la altura se tradujo en aires de esperanza, pero pronto ese soplo de ilusión sería asfixiado por la burocracia que intentaba sofocar sus sueños.
Tras haber llegado al país, con el apoyo y orientación de Munasim Kullakita Sonia inició su trámite de solicitud de refugio. Aunque iba cargada de ilusión, el primer encuentro con los funcionarios de la Comisión Nacional de Refugiados (Conare), no fue grato. “Me rompieron los papeles en la cara”, dice la mujer de 29 años y madre de dos niños.
Un funcionario de la Conare le aseguró que no se aprobaban esos trámites y que era una pérdida de tiempo. Acto seguido rompió los papeles, rompiendo con ellos también su ilusión.
Incrédula, se puso a llorar sin poder acudir a las autoridades de Bolivia, pero tampoco a las de su país. Estaban solos.
Aldo Cortés, desde su oficina en la Defensoría del Pueblo en la ciudad de La Paz, explica que el rol de la embajada venezolana en el caso de los refugiados es nulo, bajo el entendido de que los solicitantes están saliendo de su país porque ha habido una vulneración que ha puesto en riesgo su integridad.
Aunque por aquel entonces se encontraba como embajador Winston Flores, delegado por Juan Guaidó para representar a su país durante el gobierno transitorio de Añez en Bolivia, el resultado era el mismo. Su presencia para los refugiados era únicamente simbólica, pues el propio Flores había salido de su país perseguido por Maduro y no tenía contacto con las autoridades gubernamentales de su país. Su presencia era un símbolo de que la relación de Maduro con las autoridades del país se había acabado, al menos durante el Gobierno transitorio. Nada más.
Sonia presentó sus papeles cuatro veces. No estaba dispuesta a darse por vencida. “Le rogué que se apiade de mis hijos”, asegura. La cuarta vez que acudió a la oficina, un nuevo funcionario ocupaba la silla y accedió a recibir los documentos, otorgándole posteriormente la permanencia temporal por el tiempo que dura el trámite: 60 días. Era diciembre. Evo Morales había salido del poder.
“Volví a las oficinas en marzo, porque el documento temporal ya estaba vencido y yo quería renovarlo”.
Sonia regresó a la Comisión Nacional de Refugiados, aunque confiesa que acudió con miedo a que no le renovaran los papeles. Miedo al rechazo, miedo al silencio, miedo a la expulsión. La lista de miedos era incontable en su cabeza.
En el primer semestre de 2020 se otorgó la condición de refugiados a 176 ciudadanos venezolanos
Cuando llegó a la Conare, le informaron que no podían renovarle el permiso temporal. ¿El motivo? Su solicitud de refugio había sido aprobada. Efecto inmediato, desde aquel día de marzo, ella y su familia eran refugiados del Estado Plurinacional de Bolivia.
Según relata, fue una de las primeras personas a las que le aprobaron el refugio durante el gobierno transitorio de Jeanine Añez. A ella y a su familia le siguieron otras 172 aprobaciones hasta junio de 2020, triplicando el registro de refugios vigentes de ciudadanos venezolanos hasta marzo de 2020, según detalla el informe de la Organización de Estados Venezolanos, denominado “Situación de los migrantes y refugiados venezolanos en Bolivia.
Sonia estaba llena de preguntas, ¿cómo lo había logrado? Según relata, el funcionario había metido su solicitud y la llegada de un gobierno que no era aliado de Maduro, se había encargado del resto.
“Cuando lo pedí y estaba Evo, nos rompieron el papel en Conare”, insiste la mujer. “En mi cara”, agrega haciendo gala de su acento caribeño en cada sílaba.
“Una vez entregada la condición de refugiado, esta es intransferible, inapelable y la ley no permite que se les quite esa condición”, explica el abogado Henry Viscafé. Sonia está a salvo, pero tanto ella, como los organismos que trabajan asesorando a quienes buscan refugio en el país, temen por el futuro de nuevos solicitantes, tras el retorno del partido aliado de Maduro al poder.
Tras enviar tres cartas de solicitud de entrevista, la Comisión Nacional de Refugiados no dio mayor respuesta que un “RECIBIDO”, a través de un correo electrónico enviado el 19 de noviembre. En los 60 días que tomó la producción del trabajo periodístico, tres personas pasaron por la presidencia de la institución, obligando a ingresar una nueva solicitud de entrevista en cada cambio. Ninguna dio respuesta.
En tres semanas que lleva Luis Arce Catacora del Movimiento al Socialismo en el poder, no solo las organizaciones que asesoran a los solicitantes de refugio han dejado de recibir aprobaciones de refugio, sino que, según relatan ciudadanos venezolanos al abogado Henry Viscafé, las nuevas autoridades han dejado sin efecto resoluciones que facilitaban su regularización migratoria.
La resolución en cuestión es la 148/2020, que reconoce la identidad de los niños venezolanos con la presentación de documentos supletorios como una fotocopia simple de su certificado de nacimiento o el documento vencido, la cual también contempla a sus padres o tutores legales.
María Luisa Calleja, responsable de comunicación de la Dirección General de Migraciones, confirmó vía telefónica que dicha resolución está “en pausa”. La funcionaria aclara que si bien la resolución continúa vigente, no se está aplicando debido a que se encuentra en análisis por parte de las nuevas autoridades migratorias.
“Al ser su alcance sólo para ciudadanos de nacionalidad venezolana, se presentaron casos de niños que nacieron en el trayecto y no en Venezuela, por tanto se analiza cómo cubrir a los menores de padres venezolanos nacidos en otros países”, explica. Además, agrega que también se está estudiando su impacto en la trata y tráfico, ya que facilita que los adultos puedan ingresar al país con niños sin documentos.
Para Sonia, Bolivia se ha convertido en el país de la esperanza gracias al refugio. Sin embargo, su situación no ha mejorado pese a tener una permanencia legal en el país. Ella, su esposo y sus hijos, viven en un departamento de un solo cuarto que comparte con otras dos familias. Son once personas en un espacio diseñado para tres.
Duerme en el piso, sin colchón y cocina en una cocinilla prestada por una organización. La comida, algunos días, sólo alcanza para sus hijos. Con devota conciencia, sale diariamente a vender barbijos y dulces a San Francisco, pero el dinero no siempre da para alimentar a todas las bocas. Las de los más pequeños son prioridad.
“A veces pienso que estaría mejor allá, al menos con mi familia”, dice recordando a su padre de 63 años, a quien extraña y lamenta no poder ver ni traer por falta de dinero. Hace una pausa y se retracta: “allá probablemente mi esposo estaría muerto o preso”.
Para la mujer de tez canela y cuerpo curvilíneo, resulta inimaginable pensar lo difícil que es la vida para los venezolanos que están de forma ilegal en el país. Para ella, con refugio y todo, la vida en Bolivia no es fácil y el dinero no rinde. Está legal, pero no está mejor. Contrario a lo que piensan quienes lo solicitan, el refugio no es precisamente una salvación. Tal vez los salve del peligro, pero no de la burocracia ni del hambre.
Esta publicación se ha realizado en el marco del proyecto Puentes de Comunicación, impulsado por Efecto Cocuyo y DW Akademie, y cuenta con el apoyo financiero del Ministerio Federal de Asuntos Exteriores de Alemania.