Franz Ernesto Torres Brozovic
“Se me pasó por la mente y dije: ‘Dios, tanto estoy sufriendo. Ya no más’”…
… “dije ‘no, este es el momento en el que ya no puedo más’. Fui a mi casa y desde el auto llamé a mi esposa y le dije ‘el covid me está venciendo’. Me estaba venciendo y mi esposa estaba en la puerta y yo estaba alejado de ahí, en la movilidad, y me despedí”.
En jerga militar, fueron los soldados de primera línea, los que abrieron fuego contra el enemigo llamado coronavirus. Regla de oro en estas lides: la acción resulta efectiva si la batalla es simétrica y se da en igualdad de condiciones pues, pese a las bajas que se registren, el fin de la confrontación es doblegar a las fuerzas opuestas, a los ejércitos antagónicos.
En diciembre del año 2019, en Wuhan-China, se detectó al coronavirus SARS-CoV-2, el que en cuestión de 100 días –según distintos estudios oficiales y no oficiales– logró lo que ni un mundial de fútbol, un terremoto, ola de calor o tsunami: apagar al mundo. Y propagarse letalmente de oriente a occidente y de norte a sur.
Casi cuatro años después del inicio de la catástrofe, de la invasión, de enfrentar esta guerra, las consecuencias siguen pagándose. Familias desmembradas, economías azotadas, sociedades derruidas, graves secuelas psicológicas en millones de niños, niñas, hombres y mujeres… La población mundial que intenta volver a la normalidad tiene vivo el recuerdo de un tatuaje imposible de borrar: la muerte y el encierro en su más cruda expresión.
El covid-19 se llevó lo más preciado que la humanidad tiene para sí misma, la vida. En mayo de este año, al dar fin a la emergencia sanitaria global por la pandemia, la Organización Mundial de la Salud (OMS) dictó que el covid-19 dejó al menos 20 millones de muertos, en la práctica el triple del balance de decesos oficialmente anotados.
¿En Bolivia? Hasta el 23 de agosto, el país sumaba más de 1.2 millones contagios confirmados –desde los primeros cuyo registro data del 10 de marzo del año 2020– y estancaba en 22.399 la cantidad de muertos por la pandemia, decenas de ellos médicos, enfermeras, bioquímicos y personal manual de salud.
A la guerra, sin armas
Ningún líder o potencia mundial, ni la más avanzada tecnología o inversión millonaria en presupuesto de investigación pronosticó la llegada de la pandemia, su virulencia, rápida propagación o grado de letalidad.
Lo que sí estaba claro es que comenzaba una guerra asimétrica, dispar, porque había que enfrentar a un enemigo desconocido, invisible, y por ende no se sabía cómo atacarlo, vulnerarlo y doblegarlo.
En lo estrictamente sanitario, el coronavirus encontró a un ejército de mandiles blancos y batas azules y verdes en situación de vulnerabilidad. Zimbabue, Estados Unidos, Holanda o Perú… era lo mismo en cualquier hospital público del mundo.
Sin protocolos de atención ni medicina conocida para ir contra la propagación del virus, era una guerra para la que nadie estaba preparado. Era una lucha sin cuartel, a ciegas, como lanzarse al vacío…
¿Bioseguridad y equipos de protección? Era una materia pendiente de aplicación en el sistema sanitario boliviano, salvo contados casos de alta exposición a cargas virales o radiación.
“No tenemos lo más básico para prevenir catástrofes como la que vivimos, no tenemos camas ni hospitales, no tenemos dónde permitir que (los pacientes) reciban oxígeno, (…) no tenemos ni la protección mínima, una máscara apropiada para seguir atendiendo al desprotegido, al huérfano”, escribió en su cuenta de Facebook el neumólogo José Urizacari, días antes de perder su propia batalla contra el enemigo, en La Paz.
A cientos de kilómetros de distancia, en Sucre, Carlos, un médico de profesión y paciente renal, tocó el umbral de la muerte debido a la pandemia. Sonia, una enfermera y madre de tres hijos, vio su vida desvanecerse por la misma causa, también en esta ciudad.
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El infierno
“La guerra es el infierno”. La frase le corresponde a William Tecumseh Sherman (1820-1891), un militar, educador y escritor estadounidense que participó como general en la Guerra Civil (1861–1865) y que es considerado como uno de los “arquitectos de la guerra moderna”.
Si la guerra en sí es un infierno, algo imposible de soportar, luchar en condiciones de total desventaja –abismal diferencia, cuantitativa y cualitativa, de potencia militar y tecnológica– agrava el panorama.
Más de 115.000 trabajadores en salud murieron en el mundo por la pandemia y aunque no fue el caso Carlos y Sonia, ambos recuerdan entre lágrimas el infierno que vivieron entre los años 2020 y 2022, y el que viven incluso hoy mismo.
A Sonia, la muerte se le pasó por la mente y dijo “Dios, tanto estoy sufriendo. Ya no más”. Fue durante lo más duro del mes que permaneció aislada tras dar positivo a coronavirus.
“Fue algo triste para mí, un golpe grande. Cumplía labores domésticas con una licenciada de enfermería que trabajaba en el hospital Santa Bárbara. Ella era una persona reinconsciente, no tomó en serio esto de la cuarentena; igual, yo seguí trabajando con ella por necesidad, porque no había nada para comer, soy mamá de tres niños, entonces tenía que ganarme la vida sí o sí, limpiaba en la casa de ella”, explica la hoy joven profesional de ojos claros.
Una fiesta costosa
El 16 de julio de 2020, la licenciada en enfermería y obstetricia para la que Sonia trabajaba organizó una recepción social sin medidas de bioseguridad. “Yo llegué a la casa a limpiar al día siguiente y, lamentablemente, me contagié. Fue una experiencia terrible, las pasé negras, mal, muy mal”, recuerda esta sobreviviente del covid. Mientras que la infractora de la cuarentena rígida murió víctima de la pandemia.
Pero el calvario (y la lucha) de Sonia apenas comenzaban… “Llamé a mis docentes, les informé que estaba enferma, pero no me dieron importancia, seguramente pensaron que era algo pasajero…”. Así, le negaron permiso y se vio obligada a rendir exámenes, los finales que le quedaban para titularse, pese a los alegatos y certificados que probaban su convalecencia.
Con lo poco que el mundo sabía del covid, Sonia optó por aislarse en su propia casa para proteger a los suyos: tiene una hija con cáncer y temía por ella, sobretodo. Se encerró en la cocina y solo recibía alimentos y medicamentos por un orificio pequeño de la puerta.
Recuerda que los primeros síntomas que se le presentaron fueron “lengua blanca, no tenía apetito, tenía dolor de cabeza, decaimiento total, dolor muscular, no podía ni comer, estaba botada en una cama” y en lo más agudo de su padecimiento presentó alucinaciones, depresión total, oscuridad y malos pensamientos.
“Se me pasó por la mente y dije ‘Dios, tanto estoy sufriendo. Ya no más’ porque me dolía todo mi cuerpo y es un dolor que no se puede ni siquiera describir (…) Yo dije ‘yo me voy a ir, me voy a ir’. Tuve mucho miedo, ya no podía respirar y decía ‘¿de dónde voy a sacar los (tubos de) oxígenos y todo eso?’”.
Sonia asegura que venció al coronavirus gracias al apoyo de una docente de la Carrera de Enfermería de la Universidad San Francisco Xavier de Chuquisaca, la licenciada María Virginia Córdova, “mi ángel, mi salvadora”, que le enviaba jugos y mates preparados con hierbas medicinales y cítricos, la acompañaba con llamadas y mensajes de teléfono, además le reprendía cuando las fuerzas estaban flaqueando.
Luego de un mes encerrada, la enfermera sintió que se estaba recuperando y acudió al hospital universitario por una prueba IgG (medición de niveles de anticuerpos en la sangre) y lo había conseguido: dio negativo y su carga viral estaba en 3%.
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Inmunodeprimido
Carlos también protagonizó una lucha desigual contra el covid y vio la muerte de cerca. “Básicamente yo tengo un trasplante renal y tengo las defensas bajas; llegó el covid y lamentablemente no se pudo tal vez cambiar de lugar de trabajo, no había de otra y estuve al frente de todo lo que es esta enfermedad, esta pandemia (…), pese a tener todas las medidas de bioseguridad, a todos los cuidados, a seguir protocolos, más ha podido el covid y, lamentablemente, me contagié”.
El año 2009, este médico perdió los dos riñones por una enfermedad autoinmune; buscó donantes y se sometió a un trasplante renal, con lo que comenzó un largo tratamiento con inmunosupresores (medicamentos antirechazo) que bajan las defensas.
“Estuve en desventaja frente a muchos de los colegas, a muchas de las personas que también tuvieron covid”. Era un paciente con enfermedad de base e incluso así lo sometieron, obligado, a seguir trabajando contra el coronavirus.
Recuerda que el año 2020 se contagió por el contacto con personal de salud que llegó a Sucre desde La Paz en una ambulancia, cuando la cuarentena rígida reinaba en Bolivia. Sabía que podía pasarle y ocurrió. Como muchos de sus colegas positivos en el país y en el resto del mundo, él recuerda que lo primero que hizo fue aislarse: dejó su hogar, a su esposa e hijos (una joven de 18 años y un niño de 10), a sus padres, para evitar contagiarlos.
“…empecé a alucinar con la fiebre; en las noches me cambiaba la polera y los pijamas hasta tres veces, porque era como si hubiera entrado en la ducha (…), luego empecé a desaturar y a hacerme el control…”, introduce para graficar el pico más alto de su padecimiento.
Entre lágrimas, Carlos afirma que lo más difícil que vio en pandemia fue la “cara de tristeza de mi familia” cuando una noche, desesperado, al borde de la pérdida de conciencia y el desvanecimiento, acudió a despedirse de ellos, manteniendo distancia física considerable por bioseguridad.
“Dije ‘no, este es el momento en el que ya no puedo más’. Fui a mi casa y desde el auto llamé a mi esposa y le dije ‘el covid me está venciendo’. Me estaba venciendo y mi esposa estaba en la puerta y yo estaba alejado de ahí, en la movilidad, y me despedí”, repite con voz entrecortada.
Con su sistema inmunitario debilitado, también era mayor la probabilidad de que el covid-19 se prolongue por más tiempo en su cuerpo. Y así fue, es más, Carlos se contagió una segunda y una tercera vez: inmunodeprimido por su enfermedad renal y expuesto de frente al contagio del coronavirus.
“Cuando no había vacunas –relata el médico– no había un tratamiento definitivo y obviamente con las defensas bajas lamentablemente me fui a pique: tenía todo en contra”. Lo superó, salió adelante, aunque por un costo muy alto…
Intrusión
Sonia y Carlos no se conocen personalmente, encararon una primera batalla de sobrevivencia por separado y la ganaron contra todo pronóstico, pero la guerra continuaba.
La enfermera ya titulada se contagió de nuevo el año pasado y lo ocultó porque su vocación fue más: en ese momento trabajaba en el Hospital del Niño, el covid había cambiado de víctimas favoritas y estaba matando a recién nacidos, niños y adolescentes.
“En 2022 entré al Hospital del Niño y también al área de covid, terapia intensiva. Salía llorando por volver a ver a niños morir; para mí, siendo mamá, era como ver morir a mi hijo en carne propia”, agrega la profesional hoy desempleada.
Mientras que Carlos con especialidad en auditoría médica y gestión de calidad sabe que al margen de los tres contagios, el covid se llevó más que su descanso y los momentos para disfrutar de su vida en familia.
La joven nefróloga que lo atendía en La Paz murió por covid, no sin antes ponerlo ante una difícil encrucijada: salvar los riñones o salvar la vida. Carlos debía dejar la medicación de su afección renal si quería subir sus defensas y hacerle frente al coronavirus, y lo hizo.
Y entonces pasó aquello que por más de una década anduvo esquivando. Su cuerpo empezó a rechazar el trasplante, los riñones dejaron de funcionar, hoy sigue tortuosas sesiones de quimioterapia y está en busca de un nuevo donante. El médico llora al dibujar una línea imaginaria del tiempo y la salud que el coronavirus le arrebató.
“Resistiré”
“Me aislé completamente en la cocina, les hablaba a mis hijos por un hueco que tenía la puerta; les decía ‘estoy bien’. Tenía mucho miedo, más por mi hija porque es una paciente con cáncer, tiene un trasplante de médula espinal y mi temor era perderla (…) decía ‘si ella se acerca y entra, la voy a perder’. Siempre venía y preguntaba, ‘¿mamá estás bien, te sientes bien?’ y yo respondía ‘sí mi amor’”.
Pese a tener todo en contra, Sonia superó el covid, se tituló y resistió. Salió de su casa y se dijo así misma que “si el de arriba me ha botado aquí abajo, es por algo; si sigo viva y no me ha llevado, es por algo: quiero salvar vidas”.
Así fue que emprendió una nueva lucha ahora para salvar vidas, enrolándose con una brigada interdisciplinaria de profesionales en salud que, voluntariamente, atendía llamadas de emergencia y acudía al auxilio de positivos a covid: un promedio de 20 por día.
Recuerda que en el equipo “no teníamos vida propia, ni hora de salida ni de entrada. Nunca llegábamos a nuestras casas”, hoy dice estar agradecida por haber sobrevivido y resistido, lleva en su corazón el apoyo que recibió de propios y extraños y cree que el covid también dejó lecciones a todos los que vivieron (resistieron) para contarla.
“Me ha servido en el área del querer, del amar, del sentir, y no solamente por la familia, sino por la comunidad, en el área de estar agradecida a Dios porque sigo aquí, en esta vida”, exclama con un gesto de certeza risueña al rememorar también que su trabajo en estas brigadas se circunscribía a colocar las vías periféricas, administrar medicamentos, controlar signos vitales, enseñar cuidados de bioseguridad y ventilación en el aislamiento, hacer seguimiento del paciente, y medicar.
Estuvo en el diagnóstico, tratamiento, curación y rehabilitación de cientos de pacientes, incluso de aquellos que habían sido desahuciados. “Aplicábamos la masoterapia, unos golpecitos en los pulmones para desprender las secreciones de los pacientes”.
La enfermera ahora parece relamerse los labios y saborear un licuado de jengibre (Zingiber officinale), cúrcuma (cúrcuma longa), apio (Apium graveolens) y jugo de naranja de los que tomó cuando el covid se metió en su cuerpo. Vuelve a quebrarse al recordar que un paciente positivo de los cientos que atendió, murió en sus brazos y que, por desgracia, “era una persona honorable, de valores, a la que yo quería mucho: mi suegra”. Ella llegó a Sucre desde Aiquile, Cochabamba con el 99% de sus pulmones comprometidos y su nuera nada pudo hacer para salvarle la vida.
En el mismo tono acongojado, Sonia recuerda el maltrato y desprecio que sufrió en su barrio y en otros por ser trabajadora en salud, pero dice que no guarda rencor hacia nadie, porque sabe por qué estudió Enfermería y que debe enfrentar todo tipo de situaciones. Ahora se dibuja una sonrisa de esperanza en días mejores para su hogar y el mundo entero.
Crueldad, claridad
Hoy, al contrario del azote que supuso la llegada del coronavirus, en el mundo hay lineamientos estandarizados y protocolizados para la atención de la población por grupos etarios, de riesgo y del trabajadores de salud expuestos al coronavirus en centros sanitarios, así como la conducta de la exposición ocupacional al virus.
Es más, hasta se puede determinar el riesgo de infección con el virus. A pesar de ello, Carlos sigue luchando por su vida, tiene una batalla contra la muerte y mucho de su aguda situación de vulnerabilidad –en la práctica vive conectado a un máquina de hemodiálisis– se la debe al coronavirus.
“Pienso que la fortaleza que he tenido han sido mi esposa, mis hijos y mis padres porque dependen de mí y siempre han estado apoyando. Ya en los hospitales, se ha podido salvar vidas y creo que, gracias a eso, Dios nos ha recompensado. Él, en este caso, creo que me ha bendecido demasiado porque estoy todavía luchando por tener la vida, tener a mis hijos, ver su sonrisa, la de mi esposa, verlos a mis padres…”, se confiesa el médico.
Carlos dice que así como se siente bendecido por seguir con vida, también está seguro de que el covid ha “sido cruel conmigo” porque le ha robado “gran parte de mi vida, de mis alegrías, de mis emociones con la familia (…) Ha sido muy, muy, muy cruel” y no llegó a recuperar su riñón trasplantado.
Pero eso no fue todo, sino que también tuvo que soportar el acoso de los medios de comunicación. Luego de su primer contagio, no pudo dar negativo en un largo periodo de tiempo debido a su enfermedad de base y su caso fue catalogado como “una reinfección”. “Era como una cacería de brujas para saber ¿quién era, cómo era y de dónde era? Y la verdad me sentí mal, porque querías trabajar para ayudar a la gente exponiendo tu vida, dando todo por ellos, incluso tal vez poniéndote por debajo a tu familia”.
Anímicamente, este médico vio pasar los días y las noches de la misma forma en tiempos de cuarentena; recuerda jaurías de perros, calles desérticas y solo el sonido de las ambulancias llevando a un paciente a internación o trasladándolo a la morgue o el cementerio.
Carlos se prepara para un nuevo trasplante, aunque ahora mismo debe someterse a una serie de estudios previos y encontrar un donante. Lo que más quiere es seguir con vida, y lo sigue demostrando con su familia y entorno laboral, donde lo aprecian como a nadie.
El mundo no estaba preparado para una pandemia vestida de «tormenta perfecta», el fenómeno meteorológico que se registró el siglo XIX en Inglaterra y se replicó como «tormenta sin nombre» en los 90, en Estados Unidos.
Las tormentas antes citadas nada tuvieron que ver con el azote mundial que supuso la llegada de covid, pero causaron daños terribles, devastadores y fatales como este.
Carlos y Sonia enfrentaron esta hecatombe, resistieron este embate hasta el final y hoy son dos de los millones de testimonios vivos en el mundo del paso letal del coronavirus. La muerte tocó a sus puertas, pero ellos encontraron vida en ese diminuto haz de luz llamado esperanza, vida en las fauces mismas de la muerte.