El programa no sólo ayuda a educar a los ciudadanos, sino que sirve para cambiar la vida de los trabajadores
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Mercedes Bluske y Jesús Vargas Villena
(Verdadcontinta- abril/2017) Aunque su trabajo es cuidar a los peatones y repartir alegría por donde caminan, bajo el traje de cebra hay personas reales, con problemas palpables y con una historia por contar. Sin embargo, más allá de los desafíos que enfrentan en la vida cotidiana, los trabajadores del traje a rayas se convirtieron en un eslabón elemental de la vida en la ciudad. Tarija, sin sus cebras, no sería la misma.
Si bien el mundo puso desde el pasado mes sus ojos sobre estos personajes parlantes, gracias al presentador de la televisión norteamericana, Jhon Oliver, los tarijeños se jactan de tenerlas caminando por sus calles desde hace siete años. Pero más allá de las críticas, risas o admiración que puedan despertar las “cebritas”, debajo de cada traje hay una persona con una historia de vida y miles de anécdotas.
Su aparición en las calles de la ciudad de Tarija data del año 2010, llenando las páginas de los periódicos locales con titulares cargados de polémica respecto a su trabajo.
“Las cebras, un programa que sorprende a Tarija y molesta a algunos taxistas”, decía el titular de un medio de comunicación local, reflejando la realidad que se vivía por aquellos tiempos. Sin embargo, con el pasar de los años, las cebras han encarnado el estereotipo de hospitalidad y amabilidad que caracteriza al tarijeño.
Lisbert Rayne, Esther Josefina Mamani y Cristian Valenzuela, son parte de las personas que visten la “piel de cebra”, como la llaman ellos. Verdad con Tinta te cuenta cómo se ve la ciudad desde los ojos de una cebra y te adentra en la vida de las personas que están bajo el disfraz.
Su rutina demanda disciplina y buen humor. “Nosotras estamos acostumbradas a levantarnos temprano. A las cinco y media ya estamos en pie”, dice Lisbert con cierta timidez. Su trabajo requiere empezar temprano la jornada, pues deben estar presentes en los colegios a la hora de ingreso, para cuidar a los niños que se disponen a cruzar la calle al llegar a su escuela.
“Nos vamos a la calle a las siete para estar con los niños en el horario de ingreso, para así cuidarlos y protegerlos”, agrega.
Esther, por su parte, cuenta cómo empieza su día en el centro de las cebritas, ubicado en el edificio de la Escuela de Bellas Artes, sobre la calle Juan Misael Saracho.
“Hacemos nuestro calentamiento, tomamos el refrigerio y también realizamos nuestra oración del día. Pedimos por nuestra salud, por nuestro bienestar en las calles”, explica la joven mientras agarra la cabeza del disfraz que está sobre la mesa. Tras la muerte de una de las cebritas el 9 de agosto de 2014, tras ser atropellada mientras hacía su trabajo en la zona de la antigua Terminal de Buses, es lógico que oren pidiendo protección. “Tenemos una cebra que nos cuidad desde arriba”, dice Cristian.
El trabajar desde temprano no exime a éstos jóvenes de sus responsabilidades familiares. “Antes de venir al centro, vengo al Palacio de Justicia”, continúa Esther, “mi mamá vende ahí y la ayudo a sacar sus cositas, porque está delicada de salud y sus bolsas pesan mucho”.
Por su parte, Cristian el único varón entre los entrevistados, cuenta que se levanta a las cinco de la mañana para alistarse y luego acompañar a su hermana caminando hasta el lugar en el que trabaja, lo cual le toma media hora. Luego de asegurarse que su hermana llegue sana y salva a su destino, Cristian se dirige al centro de las cebritas para desayunar junto a sus colegas con el fin de empezar la jornada.
EL trabajo de estos jóvenes es sólo por la mañana, pues por la tarde, entra otro grupo que cubre el turno. Tener un trabajo de medio tiempo permite a los muchachos conseguir otro empleo por la tarde, así como estudiar una carrera profesional.
Para Cristian, el desafío es equilibrar el trabajo con la familia y el estudio. Él estudia la carrera de Diseño Gráfico por las tardes y en las noches aprovechas para hacer sus trabajos prácticos.
“Mi familia se preocupa porque me quedo hasta muy tarde estudiando y al día siguiente me levanto temprano para trabajar”, explica el joven de 23 años. Sin embargo, él tiene asumidas sus responsabilidades. Trabajar y estudiar son sus prioridades.
Esther, al igual que su compañero, por las noches estudia Contaduría General. “En las tardes trabajo, tengo un negocio con mi hermana, y por las noches estudio”.
Lisbert tiene otro trabajo por las tardes para ayudarse a pagar las cuentas, pues ella no tiene familia en la ciudad. Su única familia, son sus amigos con piel de cebra.
“No siempre vamos a ser cebritas”, coinciden los tres amigos. Ser parte de este grupo les cambió la vida y puso a personas “maravillosas” en su vida, pero, tras esta experiencia, su futuro promete ser diferente a lo que podría haber sido sin el traje.
Un cambio de vida
“Ser cebra me cambió la vida, ellos son mi familia, encontré buenos amigos y personas que están conmigo cuando las necesito”, repite Lisbert una y otra vez a lo largo de la entrevista.
Como a ella, el programa cambió la vida a decenas de jóvenes, quienes encontraron su razón de ser dentro de este particular grupo.
“Yo me pegunto, qué hubiera sido de mí, si no hubiera entrado a trabajar aquí”, dice Esther bajando la mirada, como si por un momento se hubiera olvidado de la presencia de los demás en la sala.
“Yo estaba perdida, me estaba ahogando y ser cebrita me ayudó a cambiar”, asegura la muchacha, quien fue una de las primeras en unirse al programa, cuando tenía sólo 15 años.
Los talleres, capacitaciones y el relacionarse con gente que la ayudaba a ser positiva, son requisitos indispensables para estos trabajadores con piel a rayas. Esther acota que estas capacitaciones no sólo le ayudaron a ser una mejor persona, sino a transportar esa actitud a sus allegados. “Creo que he ayudado a cambiar a toda mi familia”, dice con una sonrisa. “Mi familia está orgullosa de lo que hago”.
Abrazos gratis
Ese positivismo y alegría que menciona Esther, también es un requisito indispensable para el desarrollo de su trabajo. Las cebritas llenan de felicidad y alegría las calles de la ciudad como los corazones de todos aquellos ciudadanos que se disponen a devolverles una sonrisa o el saludo. Más allá de lo económico, esa es una paga invaluable para los trabajadores del disfraz.
“Mi reto es que todo el que pasa por ahí, que se vaya con una sonrisa, o sabiendo que hay alguien que se preocupa por ellos”, dice Lisbert con su cálida voz.
Si bien se topan con todo tipo de gente en las calles: alegre, triste o enojona; su misión es alegrar su día con un saludo, una sonrisa o un piropo.
“Cuando ves a alguien viniendo triste o enojado y de repente le dices ‘buenos días’, ‘que le vaya bien’ o ‘se ve hermosa hoy’”, continúa Lisbert, “inmediatamente notas cómo cambia su cara y se va con una sonrisa”.
Para Lisbert, ése es el verdadero reto, cambiar a esas personas y resaltar los valores en la sociedad, porque “tal vez, los estamos perdiendo”.
La sonrisa y el amor que reciben de los niños en las calles y en los colegios, es un bono extra para las cebritas. “El abrazo de los niños es lo mejor de todo” dice Cristian. Según cuenta, los niños piden a sus madres cruzar al otro lado de la calle, sólo para saludar o dar un abrazo a las cebritas. “Ellos, y los abuelitos, son los más dulces”, agrega.
Hay cebritas o educadoras viales se tomaron la molestia de personalizar su traje, agregándole corazones, moñas u otros distintivos. De esta forma, los peatones reconocen a los trabajadores que se convirtieron en sus amigos.
Enojos gratis
Por lo general hay personas que se ponen felices al verlas, pero no todas reaccionan de la misma manera. En diversos casos, las cebras son víctimas de agresiones verbales por los peatones y choferes en la vía pública.
“Al principio los choferes se molestaban con nosotras cuando empezó el programa en el 2010”, dice Lisbert. Según cuentan, al implementar este programa de educación vial, los conductores eran los que más se enojaban cuando las “cebritas” les llamaban la atención por impedir el paso de peatones. Con el pasar de los años, no sólo los choferes dejaron de molestarse, sino que empezaron a educarse y respetar el espacio por el que deben transitar los peatones.
“Aprendimos a ponernos en el lugar de los choferes”, continúa Esther, “en las calles vemos que muchas veces terminan sobre el paso de cebra porque hay mucho tráfico y el semáforo cambia de color antes de que ellos logren terminar de cruzar la vía”.
Pese a que las educadoras intentan ponerse en el lugar de los choferes, los conductores no siempre se ponen en el de ellas, y las agreden con gritos o bocinazos.
Los riesgos y sacrificios de su trabajo son altos y el pago es bajo, pero éstos trabajadores llevan la piel de cebra tatuada en el corazón, y ni el clima es un impedimento para que realicen su trabajo con alegría. Sin importar el inclemente invierno o el abrumador calor, las cebras siempre tendrán una palabra amigable con todo aquel que pase por su esquina.
“Nos gusta nuestro trabajo, no sentimos ni el calor cuando estamos en las calles”, coinciden los tres amigos.
La foto.- Lisbert, Cristian y Esther, posando tras la entrevista con el equipo de Verdad con Tinta.
Foto 2.- Fuera de sus actividades en las calles, las cebritas cooperan en eventos escolares y campañas sobre educación vial. También llevan su alegría a diferentes eventos ciudadanos.