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Mercedes Bluske Moscoso y Jesús Vargas Villena
(VerdadConTinta-Noviembre2017) Pocos pueden jactarse de haber caminado por sus suelos y de haber deleitado su vista con su mágico paisaje. Con cámara en mano y sombrero en la cabeza, la fotógrafa tarijeña Laura Rodríguez Segovia se adentro en el frondoso bosque de Tariquía, desafiando al cansancio y surcando la adversidad de un sendero poco amigable.
“Hacía mucho tiempo que queríamos ir”, cuenta respecto al deseo que compartía con otros colegas fotógrafos, “pero no encontrábamos la forma de hacerlo”.
Tras una larga espera, la oportunidad llegó finalmente en el año 2013, cuando gracias al contacto con una maestra de la zona, pudieron coordinar una visita en una época en la que las lluvias no aumentaran el peligro de adentrarse en aquella selva frondosa.
“Era todo sacado de un cuento. Paisajes indescriptibles cubiertos de espesa niebla, que le daba un toque de misterio y magia”. Sus ojos no daban crédito a lo que veían. En cuestión de segundos había dejado la vida real, para adentrarse a un mundo digno de un film de ficción. Los creadores del Bosque Viejo de El Señor de los Anillos y del Bosque Turgal de Alicia en el País de las Maravillas, debieron haberse inspirado en el misticismo y belleza de Tariquía a la hora de dar vida a sus obras.
Riachuelos rodeados de helechos y musgos. Árboles, bromelias, orquídeas y líquenes, entre otros, adornaban el paisaje. “Caminábamos por una especie de avenida cubierta por una cúpula formada por arboles gigantescos. Podíamos ver ardillas, serpientes, mariposas… era algo que jamás habíamos visto y por tanto, estábamos extasiados con tanta magia a cada paso”, asegura Laura, dejando escapar la inevitable sonrisa por la felicidad que aquel recuerdo le produce.
En aquella época la Reserva era casi inaccesible, había que descender por cañones, cruzar riachuelos, caminar por senderos angostos. Algunos trechos del camino eran en medio de un espeso bosque, mientras que otros al borde de precipicios. Las partes más bondadosas, permitían a los visitantes andar a caballo, aunque éstos tramos eran mínimos.
Luego de 8 horas de caminata, llegaron a su primera parada. “Nos sorprendió ver tantas carencias”, continúa Laura, “llegamos a la escuelita de la maestra que nos ayudo a visitar la reserva y nos encontramos con una realidad opuesta a lo maravillosa que hasta entonces había sido nuestra experiencia” aseguró.
Detrás de los colores vibrantes de la naturaleza, se encontraba escondido el doloroso matiz oscuro de la pobreza extrema, materializada en una escuela con 12 alumnos que asistían a clases hasta que se les acababa el lápiz o el cuaderno, porque no había posibilidad de obtener otro, o porque sus padres los preferían trabajando en sus campos, antes que “perdiendo el tiempo en una escuela”.
Dado que la gente de la región vive de la agricultura, todas las manos son útiles y bienvenidas para trabajar la tierra. Incluso las manos vírgenes de un niño que, por haber perdido su lápiz, se ve obligado a cambiar el aula por el arado.
“!Dejar la escuela porque se acabó el lápiz!”, repite Laura, aún sorprendida. Aún herida por aquel cruel recuerdo.
“Nos imaginamos lo que era enfermarse en la zona”, continúa relatando, “una emergencia jamás sería atendida; no había un solo centro de salud en kilómetros”.
En medio de aquella pobreza cegadora, el único brillo provenía del flash de Laura. Su cámara iba registrando cómo la belleza impoluta del paisaje, se transformaba en el rostro sucio de un niño cuyo acceso a la educación, dependía de algo tan insignificante- para algunos- como tener un lápiz.
Y sin embargo, aquel irrisorio instrumento de grafito marcaba, para aquellos niños de cara sucia, un abismo existente entre el derecho a la educación y el trabajo infantil.
El acceso a los servicios básicos, para ellos no tiene nada de básico, es un lujo que no se pueden permitir en aquella vida lejana a la civilización. Los parámetros de “lo básico” pierden objetividad en aquel mundo. Luz, agua, alcantarillado, son prácticamente excentricidades.
Pasaron cuatro años desde aquel viaje en el que Laura descubrió un mundo nuevo, un mundo que vive sólo en su memoria y al cual no quiere volver. El temor la invade cada que piensa en regresar a aquellos senderos encantados. Tiene miedo de regresar y no encontrar aquel lugar mágico del que se enamoró, pues asegura que en la página en la que comparte sus trabajos fotográficos, la gente comenta que Tariquía ya no es la misma.
La gente comenta cosas como: “Era tan lindo y ahora ya no hay nada de eso”, asegura la fotógrafa.
La foto: el principal miedo de la gente que habita la zona, es enfermarse, puesto que saben que un simple resfrío podría acabar con su vida.