Era un 15 de abril de 1975 cuando recibí el primer sobre. Lo recuerdo porque aquel día cayó la primer lluvia torrencial en la ciudad, solventando la veracidad del dicho popular “en abril, aguas mil”. Recuerdo haber tomado el calendario que posaba en mi escritorio dibujando en él unas gotas de agua con el bolígrafo, mientras hacía una pausa en mi monótona tarea.
Era una de las ciento quince trabajadoras de la Oficina Central de Correos de la ciudad de Valencia y mi trabajo consistía en separar la correspondencia que llegaba a la oficina según su apartado postal, para que luego fuera repartida por los carteros. Una labor tan latosa como aburrida, pero a la que me había acostumbrado después de diez largos años de trabajo en aquel cubículo. Después de todo, no habían muchas más opciones para una mujer de mediana edad sin estudios universitarios y el desempleo era un lujo que no me podía permitir.
Había tenido que empezar a trabajar desde muy joven debido a las circunstancias de mi vida. Mis padres habían tenido problemas para concebir y ya de mayores, optaron por la adopción. Lo cierto es que cuando yo aún era niña, ellos ya tenían el cabello blanco y arrugas decorando su piel. Enfermaron pronto, probablemente cuando yo tenía unos quince años, por lo que tuve que hacerme cargo.
Si bien no me arrepiento, reconozco que iba por el mismo camino. Tenía 39 años y jamás había tenido una pareja estable. De hecho, habían pasado casi cinco años desde que había tenido una relación sentimental. El amor en mi vida era raquítico, aunque ganas de un compañero no me faltaban.
El sex-appeal no era lo mío. Era un concepto de esos que para mí se quedaba en lo teórico de las revistas de moda, en las que modelos delgadas y con minifaldas que parecían querer ahorrar tela, me recordaban que yo era la antítesis del deseo sexual. En pleno boom de las minifaldas, mi atuendo se pintaba tan soso como mi trabajo; lleno de colores que hacían una oda a la monotonía y más aburrido que lamer estampitas para los sobres. Para bien o para mal, la oficina y yo encajábamos como dos piezas de un rompecabezas.
“La moji”, me llamaban a mis espaldas las supuestas transgresoras de la época, quienes me habían apodado así por mojigata. Pero además de puritana, me había convertido en una amargada, cumpliendo a cabalidad las características de las solteronas de los 70’s.
Ante mi sombrío panorama sentimental, me había dedicado con devota entrega a aquel trabajo al que muchos rehuían. Ingresaba todos los días con puntualidad británica y ofreciendo mi mejor sonrisa para realizar mi tediosa labor, aunque sin dejar de ansiar la hora de salida. Después de todo, era puritana, solterona y aburrida, pero no tonta.
Volviendo al sobre, éste había llamado mi atención por dos motivos: en primer lugar, porque tenía el papel más bonito que yo había visto en mis años de trabajo, además de un llamativo sello de lacre, de esos que ya no se usaban. En segundo lugar, porque tanto el remitente como el destinatario, eran ambiguos, lo cual, a fines de realizar la entrega, resultaban inútiles .
La carta, que había sido enviada desde uno de los departamentos de la plaza Lope de Vega, colindante con la Plaza Redonda de Valencia, decía:
De: El Escritor de la azotea
Para: Ti
El lugar que especificaba el sobre era famoso por tener muchos departamentos de varios pisos, todos muy angostos y la mayoría de ellos, por aquel entonces, estaban deshabitados y casi en ruinas.
Nunca, pero nunca, en mis años de trabajo, había recibido un sobre tan extraño. Me intrigaba; no sabría explicar por qué, pero el simple hecho de sostenerlo en mis manos me erizaba la piel, causando en mí una reacción que hasta parecía pecaminosa.
Sin saber qué hacer, acudí a la oficina de mi superior abrazando aquel trozo de papel cual si de un tesoro se tratara; tras escuchar un suave “pase” desde el otro lado de la puerta, entré antes de que don Emilio terminara la palabra.
—El sobre no especifica el remitente ni pone una dirección— dije mirando a aquel hombre cuya cabellera nevada me recordaba que con el tiempo, los humanos perdemos el color, así como la tinta se borra del papel.
Don Emilio miró el sobre con tanta curiosidad como yo, pero luego lo arrojó sobre la mesa casi con desprecio.
—Arrójelo al basurero o a la pila de correspondencia sin reclamar; después de todo, a fin de mes terminará en la basura de cualquier modo.
Salí de la oficina y me limité a hacer lo que se me había ordenado, aunque en el fondo tenía deseos de abrirlo.
***
El hecho de ser adoptada me pesaba, amaba a mis padres adoptivos, pero me sentía como un cuadro sin firma o como una obra de arte sin autor. Me faltaba eso que me diera una identidad y que, de alguna forma, llenara los vacíos que habían ahuecado mi vida.
En la oficina de correos jugaba a conjugar mi nombre con cada uno de los apellidos que leía en los sobres. Me excitaba la idea de que alguna de esas cartas hubiese sido enviada por mis verdaderos padres y que como en las películas, lo descubriría a través de aquel sencillo juego. Pero mi vida no era una película y si lo fuera, de seguro que sería un drama o una tragicomedia.
Marta Gonzales, Marta Pau, Marta Merino, Marta Trujillo… Así pasaba las horas. En medio de esos juegos, nuevamente vi sobresalir de entre la pila de sobres aquel papel perlado y grueso que había llegado por primera vez a mi escritorio hace algunos días. El remitente era el mismo y el destinatario también, pero de alguna forma, yo ya no era la misma.
Cogí el sobre y lo guardé en el bolsillo derecho de la chaqueta sin que nadie me viera. Aquellas cartas no podían ser quemadas; aquel papel no se merecía terminar hecho cenizas y mucho menos terminar en la basura, impregnándose del olor putrefacto del contenedor.
Cuando el reloj marcó las cuatro de la tarde, yo ya tenía el abrigo calzado para cubrirme de los últimos aires gélidos del invierno y un pie en la calle. Me separaban 8 cuadras del lugar desde el que había sido enviada la carta, y estaba dispuesta a desplazarme en tiempo record.
La finca era más o menos como la imaginaba, excepto por una cosa: estaba abandonada.
Me dirigí a un pequeño comercio que estaba en la esquina, el dueño era un hombre mayor y tenía pinta de ser de la zona. Tomé un par de aguas e intenté parecer una cliente más. A la hora de pagar, las preguntas empezaron a salir de mi boca impulsivamente. Un vómito verbal.
—Buenas tardes, ¿sabe quién vive en esa casa?, tiene pinta de estar deshabitada. ¿Conocía usted al dueño?
El hombre, naturalmente, me miró con extrañeza.
—¿Quién pregunta?— respondió con desconfianza y curiosidad a la par.
Saqué el sobre de mi bolsillo y lo deslicé sobre el mostrador lentamente y casi en secreto. El hombre lo tomó y se santiguó, como si se tratara de un objeto endemoniado.
—Hace años que nadie entra ni sale de esa casa.
Según el tendero, el dueño era un hombre mayor que había fallecido hace algunos años. Se decía que tenía un hijo, pero nunca nadie lo había visto.
—Era escritor— dijo el señalando un libro empolvado que se perdía entre las tapas de diarios y revistas.
Lo tomé y lo puse junto con las aguas. El libro llevaba la misma firma que aquel sobre: El Escritor de la Azotea.
—¿Sabe cómo se llamaba?— dije mientras balanceaba un billete que sobrepasaba generosamente el precio de aquellos productos, y el cual estaba dispuesta a entregar con desprendimiento como recompensa por cualquier información que me diera más luces sobre el remitente.
— Pedro Guerra— escupió hombre, como si quisiera deshacerse de aquellas palabras. Acto seguido, tomó el billete que aún danzaba entre mis dedos.
***
Llegué a casa y desenfundé el libro con cuidado quirúrgico. Eran poesías.
Abandonar no es olvidar,
es recordar que aún de lejos
y en silencio,
ese amor sobrevivirá.
Sus versos eran los más tristes que había leído en mi vida. No era poesía fina, pero sí de la profunda; al menos eso pensaba yo, que aunque era una analfabeta en cuanto a crítica literaria, había pasado mi vida leyendo cartas de amor y guerra.
Ojeé el libro cual Sherlock Holmes, esperando descubrir alguna pista, pero al margen de rastros de un corazón roto, no encontré nada.
Al día siguiente llamé al trabajo y, por primera vez en mis diez años de servicio, falte so pretexto de estar enferma.
Me dirigí a la Plaza Lope de Vega y me planté en la puerta de la casa. Empujé el manojo y la puerta cedió como si del otro lado, alguien hubiese estado esperando a que la abriera.
Mire a ambos lados de la calle y no había nadie. La tienda del viejo de la esquina aún no había abierto, así que entré antes de que alguien apareciera y descubriera mi hazaña.
La casa estaba vacía, pero extrañamente, en todo momento sentí que me observaban. Era angosta y prácticamente había una habitación por piso. En el primer nivel estaba la sala, en el segundo la cocina, en el tercero el dormitorio y en el cuarto piso había una azotea.
Toda la casa estaba vacía, a excepción de la azotea. En el cuarto piso se erigía una biblioteca modesta en tamaño, pero con tomos que podrían ser descritos como verdaderos tesoros. En el medio, había un escritorio con una máquina de escribir. Al verla tuve escalofríos.
Me acerqué a la mesa y vi el papel, tomé el sobre que aún reposaba en mi bolsillo y los comparé: era el mismo. Empecé a sentirme mareada y antes de desvanecerme, llegué a sentarme en la silla que hacía juego con el escritorio.
Estuve inconsciente un par de minutos, pero cuando desperté, tuve la sensación de que había pasado una eternidad. Cuando abrí los ojos, había un papel en la máquina de escribir; para ser honesta no recuerdo si al entrar ya estaba allí.
Unas letras en el medio de la hoja rompían con la monotonía del color perlado del papel. Saqué los anteojos del bolso y cuando me los calcé, vi que aquellas letras formaban mi nombre, junto a un apellido que no era el mío, o al menos no el de mis padres biológicos, tal como en mis juegos mentales.
“Marta Guerra”