Aquel domingo los húmedos adoquines de San Julián brillaban límpidos y emanaban por sus rendijas un olor a tierra húmeda que rasgaba el ambiente, mezclándose con el aroma salitroso del pacífico anidado en las paredes y el alma de la vieja ciudad.
Las cornisas y balcones raídos de la calle Coroncoro lucían de canto a punta de banderines de todos los colores que parecían disfrutar la brisa matutina en un vaivén sin fin, evocando el movimiento del mar picado que susurraba a lo lejos.
Eran las diez y media de la mañana. Un tumulto de gente se aglutinaba en medio de la calle Coroncoro, lanzando vítores y abalanzándose como lobos hambrientos sobre su presa. En medio de esa muchedumbre salvaje que parecía multiplicarse a borbotones surgió abriéndose paso, una delgada y pálida figura que poco a poco empezó a delinearse conforme avanzaba calle abajo. Era Simón Carrasco, el nuevo cura del pueblo que había llegado hace unos días y había empezado sus faenas luego de la misa dominical haciendo una bendición colectiva que congregó a las masas populares del pueblo en un acto de una solemnidad no vista en los cien últimos años.
Un mal presagio pasó en ese instante por la mente de Carlos Sequeiros, el curandero de la costa, que observaba el alboroto mientras barajaba su maso de cartas al compás de la algarabía de los feligreses.
Una de sus cartas escapó saltando justo a los pies del cura que pasaba en ese momento por la acera donde el taciturno costeño oficiaba sus rituales de santería y lectura de la suerte cada mañana.
–Padre buenos días, que la misericordia de Dios nuestro señor lo guarde y ampare, este pueblo está condenado hace rato y si su merced no se anda con cuidado, pues vaya a saber que pase– <<exclamó Sequeiros >> Carrasco sonrío al oír esto y continuó caminando.
Sequeiros vio desaparecer al cura calle abajo, rumbo al puerto, quien ajeno a cualquier preocupación marcaba un paso lento y rítmico, como un muñeco de cuerda trazando su horizonte.
Aquella tarde sería la última vez que Simón Carrasco sería visto caminar con vida por las angostas y olvidadas calles del pueblo.
Doce campanazos marcó el reloj de la Catedral, el sol abrasador del verano se regocijaba sobre la extensa playa a esa hora.
Simón Carrasco había llegado hasta el puerto, sus ojos grandes y cristalinos no podían contener la vorágine de emociones que le provocaba ver el mar, la arena y la costa que se dibujaba a lo largo de kilómetros, acompañada de una espesa vegetación que estaba custodiada de trecho en trecho por las grandes rocas de piedra arenisca que permanecían inmutables como centinelas vigilando las islas que circundaban San Julián.
Hugo, el canoero del pueblo, vio llegar al cura a lo lejos y agitando la mano lo invitó a subir a su embarcación. Carrasco apresuró el paso y de un brinco se montó en la canoa, en ese acto, sus miradas se entrelazaron por unos segundos como eslabones de hierro y un silencio incómodo flotó en el aire- ¿está seguro padre?-preguntó Hugo.
Simón Carrasco asintió con una mirada fría. Hugo correspondió frunciendo el seño, escupió tres veces al mar mirando al sur, tomó los remos y empezó a remar con fuerza dando curso a la embarcación.
Luego de cuatro horas de navegar, Simón vio con alegría que la isla de los perdidos estaba a la vista, por el contrario, Hugo palidecía conforme se acercaban y le advertía que de no salir antes de las seis, nada podrían hacer por él, la isla tenía la fama de devorar a la gente y no devolverla jamás.
La canoa encalló con un crujido seco, Simón bajó, comenzó a caminar y se internó en la espesura de los árboles hasta perderse isla adentro.
Un sudor frío empezó a correr por la frente del canoero que miraba sin cesar su reloj de cuerda. Sacó una pipa de su morral y empezó a fumar un tabaco amargo y rancio traído de tierras lejanas, pero aún así, no conseguía calmar su ansiedad.
La tarde iba cayendo, el sol se iba desdibujando y el mar se arremolinaba a ratos, la mirada de Hugo no cesaba de buscar a su pasajero entre las matas lejanas, un sentimiento de remordimiento lo acosaba y pensaba que todo esto había sido un error, que nunca debió haber ido hasta las islas de los perdidos, pero ya era tarde, solo le quedaba esperar.
El tic tac del reloj aproximaba las seis, Hugo ya no podía contener la espera, debía ir por el cura, en un arrebato de valentía saltó y emprendió una carrera desenfrenada siguiendo las huellas en la arena que dejó Simón a su paso, cruzó las matas, enderezó su rumbo y logró encontrar un sendero que caminó a paso vivo a pesar de la maleza tupida. No paró hostigado por el fantasma de su propio miedo, hasta que finalmente logró ver al cura; ahí estaba Simón, sentado alrededor de una fogata compartiendo aguardiente con unos nativos, gente desconocida y un viejo pescador, don Martín Carrizo, de quien no se sabía su paradero hace años.
Martín Carrizo estaba desaparecido luego de un temporal que tuvo lugar mucho tiempo atrás, -Hugo no debiste molestarte en venir – exclamó Simón.
Hugo le respondió que ya debían volver; sin embargo, quedó sorprendido, casi pasmado y con menos prisa al ver a Martín y a tanta gente.
El ambiente asemejaba a un retrato de antaño, había un aura extraña en el aire y todos andaban en sus cosas, como en una especie de realidad alterna donde el tiempo nunca pasó.
-Espérame en la orilla Hugo, debo terminar lo que vine a hacer- indicó el cura. Hugo al ver que la cosa andaba muy relajada, y que los rumores de las islas que se comían a la gente parecían desvanecerse al ver tantas personas en ese lugar, volvió hacia la playa silbando, algo meditabundo y pensando en cómo la gente del pueblo vivió carcomida por ese miedo tanto tiempo, al fin y al cabo eran solo unas islas como cualquier otra.
El reloj dio las seis y su tic tac ya no estremecía a Hugo, en ese momento, Simón Carrasco salió caminando de la arboleda, mas pálido de lo normal y con un bulto de forma alargada envuelto totalmente en hojas de palma y amarrado con lianas, llamó a Hugo para que le ayude a subirlo, le encargó que lo desenvolviera con cuidado al llegar, y luego lo acomodaron en la parte trasera de la canoa.
Una vez que terminaron, Simón se despidió de Hugo, le dio su rosario y le dijo que mañana al amanecer retornaría a San Julián, que encargue a la gente estar tranquila y que no se preocupe por él. Le entregó dos monedas como paga y se marchó nuevamente isla adentro.
El viento soplaba de norte a sur, Hugo empezó a remar pero conforme se alejaba de la isla, sentía la canoa más y más pesada por las olas que empezaban a agitarse. Le restaba aún medio camino hasta San Julián, pero el cielo comenzaba a tejerse de nubes y a gruñir en estrepitosos relámpagos y truenos.
Hugo lamentó nuevamente la hora en que decidió ir para allá; el pánico se apoderó otra vez de él y vio cómo el mar empezaba a zarandear la embarcación mientras la lluvia iba agitando las aguas. Comenzó entonces una lucha por remar más rápido, por vencer al mar en su salvaje tempestad.
Las aguas lo dominaron y estuvo hora tras hora en un eterno suplicio, su cuerpo mojado y agotado por el esfuerzo poco a poco fue languideciendo, las fuerzas se le iban acabando y la lluvia en su rostro que caía sin cesar no le permitía ver si asomaba ya el puerto de San Julián.
Una batalla sin fin tuvo lugar aquella noche, hasta que Hugo decidió rendirse y someterse a la indómita voluntad del mar.
Los rayos del sol y el golpeteo de uno de los remos que sobrevivió a la tormenta despertaron a Hugo, que luego de remar toda la noche quedó exhausto y se había dormido, pero el sol en su rostro le hizo saber que estaba vivo y vio que estaba a pocos metros del puerto, donde para su sorpresa, casi todo el pueblo esperaba ansioso su llegada.
Dio las remadas finales y se encontró con una avalancha de preguntas sobre lo que vio en las islas de los perdidos y qué había sucedido con del padre, al fin y al cabo, habían estrenado al cura apenas un día antes.
Hugo bajó el bulto, ayudado por Carlos Sequeiros que estaba en medio de la gente, tranquilizó a todos y les contó lo que pasó.
Aseguró que el padre estaría esa misma mañana en el pueblo, porque él así lo había prometido, y delante de todos empezó a desamarrar las lianas del bulto. Palma tras palma fue descubriendo lo que había dentro del bulto, divisándose una tela gris color marengo que todos parecían haber visto alguna vez, era la sotana húmeda en el cuerpo de Simón Carrasco que tenía los brazos cruzados y la piel fría, tan fría que ni el sol de la costa pudo calentar, llevaba una nota en el pecho que decía:
«Me quedo aquí, ya no podré volver allá, me quedo, porque aquí necesitan un cura más que allá, y les aseguro que las islas ya no comerán a nadie más”.