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Mercedes Bluske Moscoso y Jesús Vargas Villena
(Verdadcontinta-agosto/2017) “Era un miércoles”, así comienza el relato Gloria Ardaya Salinas, del día anterior a la masacre de la calle Harrington, de la que sería protagonista.
“Vivíamos en la clandestinidad, aunque ustedes no lo crean”, cuenta Gloria al equipo de Verdad con Tinta al retrotraerse a esas fechas, en las que era una joven soñadora, cuyo ideal le iba a costar mucho, pero al final valdría la pena; pues su lucha no sería vana.
La mujer se sienta en uno de los sillones del hotel Victoria a su paso por la ciudad de Tarija, donde tiene familiares y también donde deberá dar una charla sobre democracia en la Universidad Católica Boliviana.
Lejanos están aquellos días en los que debía acomodarse en el lugar que podía, pues no podía tener una vida normal al estar escondiéndose constantemente.
Con esos ojos claros y semblante sereno, va recordando aquellas personas con las que compartía los mismos ideales, esos amigos que se encargaban de trasladarla de un lugar a otro, aunque no sean de su mismo partido, y si bien vivía de forma clandestina, se sentía feliz, porque tenía una causa en común con cientos de personas que peleaban por un mismo ideal.
“Teníamos amigos que te trasladaban de un lugar a otro, no necesariamente militantes, pero fieles con la causa”.
A estas personas ellos les llamaban “casimires”, porque no eran del MIR, “pero casi”, dijo despertando una picaresca sonrisa. La referencia es al Movimiento de Izquierda Revolucionario al que pertenecía.
Los “casimires” los llevaban incluso a reuniones, fiestas y otros eventos en sus vehículos o los escondían en sus casas a quienes en ese entonces, eran perseguidos por el régimen.
Nos referimos a los años 80, cuando Bolivia vivía una época inestable con tres elecciones frustradas desde 1978.
Los militares no permitían la instalación de los gobiernos democráticos, pese al mayoritario voto ciudadano. Parecía que el voto universal instalado en la Revolución de 1952, moriría en este ciclo.
La presidente transitoria, Lidia Gueiler Tejada, esperaba hacer en esas semanas la entrega de mando al ganador de las últimas elecciones de 1980, el líder de la Unidad Democrática Popular (UDP), Hernán Siles Suazo.
Nadie esperaba que el primo de la presidente sería quien lidere el golpe en su contra.
Con la dictadura en pie, los movimientos juveniles y sociales no pararon con sus medidas de presión para consolidar la democracia.
Fue entonces que llegó el fatídico 15 de enero de 1981.
“Era un jueves”, recuerda claramente Gloria. “Era el primer día de las inscripciones escolares”, dice.
Esa mañana fue al colegio San Calixto para inscribir a sus niños. Era un día normal, un poco nublado como suele suceder en la ciudad de La Paz.
“En esa misma mañana decidimos que había que hacer esa reunión, porque días antes, el régimen había decretado medidas económicas”, acota.
La reunión del MIR como de otros dirigentes de sectores sociales, debía definir especialmente qué acciones asumir contra el régimen que ingresaba en una situación crítica por la crisis económica.
Los gobiernos militares que habían gobernado el país por más de 10 años, con dos breves paréntesis de Walter Guevara Arce (1912-1996+) y Lidia Gueiler Tejada (1921-2011+), habían malgastado los recursos económicos del país, sin realizar ningún tipo de políticas públicas para fomentar la producción.
“Era insostenible la crisis económica que se vivía”, acota Ardaya.
La masacre
“Esa casa nos la prestó un amigo extranjero”, quien les dio las llaves porque estaba de viaje.
Era “muy pequeña”, con departamentos estrechos, pero con diferentes niveles.
“Ahí nos reunimos”. No todos llegaron a la hora pactada, pero era una costumbre por la forma de vida que tenían.
10 personas se reunieron en aquella oportunidad, ninguna de ellas sabía que los paramilitares vigilaban por la zona.
“A las tres comenzamos la reunión y terminó cerca de las 6”, relata Ardaya.
“Gregorio Andrade que era dirigente de los campesinos salió antes, ahí tratamos varios cambios y acciones que teníamos que realizar en contra de la dictadura”.
Precisamente, cuando sale Andrade, fue interceptado por los paramilitares, quienes lo torturaron hasta que este termina por darles la información del lugar en el que se encontraban reunidos los dirigentes.
“Un compañero que pidió salir del país, era Jorge Navarro y llevó a su sucesor para presentarlo, quien debía ocupar su lugar en parte del frente”, recordó con precisión los puntos tratados en aquella última reunión, como si fuese ayer.
Explicó que a diferencia de otros países, los dirigentes bolivianos si debían irse al exilio dejaban alguien que los reemplace en sus cargos.
“Nadie dirigía o tomaba determinaciones desde el extranjero, los dirigentes debían estar en el país”, afirma.
“Por eso él llevó al delegado del frente universitario, porque iba a salir del país por razones de salud”, agrega.
Conforme fueron pasando los minutos llegó la zozobra, algo no estaba bien.
En ese momento se encontraban reunidos: Luis Suárez Guzmán, Arcil Menacho Loayza, José Reyes Carvajal, Ramiro Velasco Arce, Artemio Camargo Crespo, Ricardo Navarro Mogro, Jorge Baldivieso Menacho, Gonzalo Barrón Rendón y Gloria Ardaya.
Cuando se encontraban a punto de terminar la reunión, escucharon el ruido de dos jeeps; de ellos bajaron militares armados que luego ingresaron a la casa.
“Fue el ruido muy fuerte, nos asomamos a la ventana, pensamos que nos iban a detener, no que nos iban a matar”, dice todavía incrédula por todo lo que vería ese día y por lo que se vino en los meses siguientes.
En ese entonces, era normal que los jóvenes sean tratados de subversivos y trasladados a las celdas militares o policiales, pero después de un tiempo, volvían a ser liberados, aunque, el régimen de Luis García Meza, no tenía ningún tipo de contemplaciones.
El ministro de Interior de ese entonces, Luis Arce Gómez, fue claro en su discurso ante los medios de comunicación: “Todos aquellos elementos que contravengan al decreto ley, tienen que andar con su testamento bajo el brazo, porque vamos a ser taxativos, no habrá perdón”.
Arce Gómez cumplió su palabra. Los miristas que se encontraba en la calle Harrington de la ciudad de La Paz en la zona de Sopocachi, fueron acribillados aquella tarde de enero.
Ardaya al ver la sangría, subió a uno de los cuartos y se escondió debajo de una cama, ahí permaneció en silencio con el corazón latiendo de forma incesante, las lágrimas cayendo por su rostro y la respiración acelerada… pero no gritó.
Fueron cinco interminables minutos que escuchó los disparos y de ahí, el sonido de las botas.
Los paramilitares cambiaron de turno, todo estaba oscuro y ella seguía en el mismo lugar; escondida, silenciosa, esperando no ser vista por nadie, pero eso no sucedió.
“Eran las nueve de la noche”, rememora. En ese momento el segundo grupo de turno la encontró debajo de la cama y la trasladó a un centro de reclusión.
Gloria fue la única sobreviviente, pero el terror recién empezaba para ella.
Fue llevada a una prisión donde estuvo completamente aislada, en un pequeño cuarto de un metro y medio por dos con una angosta cama.
La mujer fue sometida casi a diario a torturas a cargo de los militares, incluso recuerda el apellido de uno de sus torturadores, el mayor Linzi, quien nunca fue juzgado.
“Un primo suyo me dijo que se fue al exterior”, refiere. Este hombre no fue juzgado en el juicio de responsabilidades, donde tuvo que enfrentar nuevamente a sus abusadores.
Fueron tres meses para olvidar. Dolor intenso.
¿Por qué no la mataron? Porque fue el segundo grupo el que la encontró debajo la cama, y no el primero que llegó con la idea de acribillar a todos los presentes en esa reunión.
¿Por qué la liberaron? Por la presión internacional. “Era una molestia para la dictadura”.
Su hermana vivía en el extranjero y junto a otros familiares como amistades, hizo una campaña para su liberación que tuvo fuerte eco en Europa y Estados Unidos, siendo un peso para el régimen que determinó soltarla definitivamente, pero expulsándola del país.
“Fui exiliada a Suiza, donde vivía mi hermana”, cuenta.
No era ella, la dictadura la había destrozado física y emocionalmente. “Salí en condiciones absolutamente malas”.
La ayuda internacional le había puesto un psiquiatra argentino para apoyarla. “Me trató mañana y tarde, porque la tortura y la cárcel pueden destruir a las personas”.
Poco a poco se fue recuperando con el amor de su familia, logrando regresar en octubre de 1982, con la democracia naciente, aquella por la que había luchado, ya era una realidad.