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Nelson Pandorga
En la tarde una mujer me ahorcó mientras dormía. Recuerdo los botoncitos numerados de su reloj, los delgados eslabones dorados colgando de su fina muñeca y sus uñas, más bien cortas, entre lila y violeta. Desperté. Es lunes, estoy en bata y me antojo chocolate.
Aguante Keith Richards. Aguanten Netflix y Keith Richards.
La extranjera está indignada y putea con una insistencia y tenacidad admirables a pesar de que es la única culpable. Paladea las consecuencias de tensar las cuerdas de la cítara local, del boca a boca. “También se va meter con ese tipito”, repiten todas y todos los amigos. Los amigos de él, que no son otros que mis amigos: los tuyos, los suyos, los vuestros y los de ella. La cosa es que el serpentario local se deleita en triples saltos mortales sin red con su nombre: la avientan ida y vuelta de los lábiles trapecios de sus lenguas. “Aquí he conocido a puros rocos de mierda”, se queja, enredando de eres el acento local, que de a poco se le pega. Al final de la canción hay un par de minutos de silencio. Es martes y ha caído el sol. Observan los recortes que empapelan el local que ha sido aclimatado con decenas de frases fiesteras garabateadas con marcadores de diverso grosor en los fragmentos de pared que resistieron al avance tapicero de las revistas viejas. Somos los mismos siempre, es como el Bar de Mou pero condimentado algunas noches de abuelas: de abuelas del rock and roll.
“Hoy cuatro caipiriñas, mañana seis y el sábado nos reventamos”, baila sobre la silla, alargada, frutal. Lían un par trompetitas robustas y caminan. Por entre las frondas entretejidas de sus árboles filtra la avenida principal los sudores vespertinos de la zona central. Resquicios de luz entre un caparazón de vegetales sombras.Estos árboles / tienen el recuerdo / de la lluvia. Hay humedad este año en el valle y un tono aceituna: el río enfermo en el ombligo, en los cachetes de Sama asoma la luna. Todo favorece al nocturno deambular en la todavía pequeña ciudad capital, inundada estas fechas de gente en edad de merecer, habitada todo el año por los que no dejarán nunca de seguir mereciendo. Con una pizca de solidaridad, con una mínima logística el alba los sorprende juntos. A algunos les llegará sobre el asfalto casi azul, a otros sobre las camas de impersonales dormitorios, recámaras de tiempo.
No será esta noche. Cruzan riendo a gráciles trancos la plaza Luis de Fuentes. Que Benito no destroce ni se orine en los jardines de nuestro kilómetro cero. “¿Quieres entrar un rato a charlar?”, “Mejor tomo un taxi que ya viene el aguacero”. En el taxi le vibra el celular. Cierra los ojos y escucha el ritmo, la ruda musicalidad del motor del coche. Lleva en los poros una forma nueva de alegría: cruza la Avenida de Tarija, con dirección a casa, a la medianoche.